Víctor se había convertido en un hombre solitario. Acomodado
en ese estado tras su fallido matrimonio con Claudia, había decidido que no
volvería a casarse jamás, diez años con ella y un hijo de por medio eran
suficiente. A sus cincuenta años nunca había tenido las cosas tan claras. Se
sentía maduro, tranquilo, relajado como nunca. El trabajo de vigilante nocturno
en una lujosa galería de arte no era demasiado sacrificado y estaba bien
pagado, a pesar de que nunca había sido su vocación. No tuvo a penas que pasar
ni una sola prueba para conseguirlo, una suerte tras pasarse dos años en el
paro. En sus tres años como vigilante no había sufrido casi ni un incidente. Tan
solo un borracho que se puso a orinar cerca de la barrera de acceso a las pocas
semanas de haber empezado. Además, el horario ya no era un problema, tanto él
como su sueño se habían acostumbrado desde hacía tiempo a la nocturnidad. Lo
que más le preocupaba a Víctor en esos días era su dichoso dolor de espalda, el
cual cada vez se hacía más insoportable, y todavía le quedaban cuatro meses
para la operación. Pese a todo, se negaba a coger la baja, ya que podría ser
perjudicial para su puesto de trabajo ausentarse durante tanto tiempo. Lo sabía
por experiencias de otros compañeros, ahora ya excompañeros. El puesto era
bastante frágil. Si había aguantado el dolor incesante durante seis meses podía
aguantar lo que hiciera falta, a pesar de que ya ni siquiera los calmantes le
hacían efecto.
Aquella noche era oscura pero apacible, las nubes tapaban la
luz de la luna, no soplaba el viento ni se oía un solo ruido en los
alrededores. Aunque esto último era bastante habitual debido a que la zona,
situada a las afueras de la ciudad, era extremadamente tranquila. Víctor
siempre se llevaba algo que hacer, libros para leer, los apuntes de las clases
de inglés para estudiar, o el portátil para ver alguna película o serie de
moda. Dentro de su cabina de guardia de seguridad, colocada en la valla
exterior al edificio, él era el rey.
Su mente andaba viajando por los mundos del último libro de
Ken Follet, mientras la luz del flexo hacía que su visión estuviera
completamente centrada en el texto, cuando oyó un sonido fuerte, muy breve pero
muy cercano. Era como un ruido metálico, o como una pequeña explosión. Víctor,
alertado, se levantó para observar hasta donde llegaba su campo de visión, la parcela
exterior, el jardín interior y la fachada de la galería. Nada se movía, nada se
oía, tranquilidad absoluta. Entonces, ¿de dónde había salido ese ruido?, se
preguntó Víctor. A pesar de estar convencido de que había sido muy cercano, se
acercó al museo para comprobar que todo estuviera en orden. El trayecto entre
su cabina y la entrada era de tan solo treinta segundos, pero se alargó el
doble de tiempo para poder revisar a la perfección todo el recorrido. No
apreció nada extraño en todo él. Abrió la puerta del museo, pero allí estaba
todo en orden. Como no podía ni quería dejar la entrada libre volvió a la
cabina para observar si a través de los monitores veía algo fuera de lo común
dentro del museo, cosa que creyó sumamente complicada ya que en ese caso
habrían saltado las alarmas.
Ya de vuelta a la cabina, restando importancia a lo que
había oído, empezó a observar una por una las imágenes que mostraban las siete
cámaras que contenía el interior del museo sin obtener ningún tipo de
resultado. Las volvió a revisar, pero en este caso repasando los últimos
minutos de cada cámara, pero siguió sin ver nada. Probablemente habría sido un
eco de algún sonido fuerte pero lejano que habría rebotado cerca de su
posición, algo inusual pero posible. O simplemente se lo habría imaginado.
Fueron las dos explicaciones que se dio Víctor a sí mismo, las cuales no le
tranquilizaron por completo.
Tras volver a la normalidad continuó con la lectura del
libro. Pero no pudo, había algo que no cuadraba al vigilante. No sabía
exactamente qué era, pero se sentía muy extraño. Dejó el libro reposando en la
pequeña mesa de la cabina, apagó la luz del flexo, miró al frente, respiró hondo…
¡la espalda! ¡Ya no le dolía! ¿De repente? ¿Después de tanto tiempo? No tenía
ningún sentido, ni siquiera se había dado cuenta del momento en que el dolor
cesó. Lo curioso es que no solo le había dejado de doler la espalda, sino que sentía
como si ya no pesara casi noventa quilos, hasta su respiración, normalmente
ronca, había mejorado. Algo extraño estaba sucediendo.
Salió del garito y respiró profundamente el olor de las
flores más cercanas a él que había en el jardín. No se había dado cuenta de que
olieran tanto y tan bien hasta ese momento, las sentía más presentes que nunca.
A pesar de encontrarse más a gusto que de costumbre, y de que no estaba
sucediendo nada plausible, sintió la necesidad de contactar con alguien. Estaba
asustado, aunque tampoco tenía claro por qué. Sacó el teléfono móvil de su
bolsillo derecho con la intención de llamar a su hijo, pero se lo encontró
totalmente apagado. Tan solo una hora antes lo tenía cargado al máximo, y su
teléfono era de los que la batería le duraba cuatro o cinco días, a diferencia
de los Smartphone que se habían extendido como una plaga y donde la batería
apenas duraba veinticuatro horas. En siete años no le había fallado ni una sola
vez. No hubo manera de volverlo a encender, ni
siquiera enchufándolo de nuevo a la corriente. Se le acudió recurrir al
teléfono de emergencias, colocado en el interior de la cabina y conectado
directamente con la empresa de seguridad, con el objetivo de escuchar una voz
humana que le tranquilizara. Alegaría que había oído un ruido extraño, y
preguntaría si tenían constancia de algún suceso por los alrededores. Pero
descolgó el teléfono y, para su sorpresa, tampoco funcionaba. Era la prueba que
confirmaba su sospecha de que algo raro ocurría.
En un primer momento pensó en la electricidad. Algo estaba
produciendo un repentino fallo de aparatos electrónicos. Las luces que
alumbraban el jardín y la entrada al museo estaban conectadas a un generador propio
muy potente, quizá por eso no se habían desconectado. Pero, postrado enfrente
de su garita, con cara de no comprender nada, miró hacia ella y recordó que el
monitor de seguridad, el que controlaba todas las cámaras del recinto, estaba
encendido. Instantáneamente se dio cuenta de que había revisado todas las
cámaras excepto las de su alrededor, ¿cómo no había caído antes? Podría mirar
el momento en que oyó el sonido para ver si se había detectado algo en las
imágenes que sus ojos no pudieran captar.
Entró nuevamente dentro de la cabina y se sentó en la silla para
controlar los mandos de las cámaras. Al estar seguro de haberse escuchado muy
cerca de su posición, la primera que revisó fue la más cercana a él, situada en
un poste alto detrás de la cabina en la cual se veía la entrada, la parte de la
valla cercana a la entrada, un pequeño trozo del camino exterior y el
habitáculo de seguridad donde se podía ver sentado tranquilamente al vigilante.
Víctor retrasó el temporizador de la cámara unos quince minutos, que era el
tiempo transcurrido desde que había escuchado el breve estruendo.
Todo parecía tranquilo. Se veía a sí mismo de espaldas,
sentado, con el libro enfrente. Iba moviendo las páginas hacia delante de tanto
en cuando. Tal y cómo esperaba todo se veía en calma. Pero Víctor observó un
movimiento, una sombra acechaba al otro lado de la verja situada a unos diez
metros de la cabina y colocada bajo punto muerto de luz, parecía agachada. La
sombra avanzó muy rápido hacia adelante convirtiéndose en un hombre con una
capucha, tejanos, y una pistola en la mano apuntando hacia la garita. Víctor,
anonadado, vio como el otro Víctor, centrado en la lectura del libro y con un
exceso de confianza del que no había sido consciente hasta el momento, no se
daba cuenta de lo que estaba sucediendo y era disparado por ese hombre desde unos
diez metros. Pese a que las cámaras no tenían micrófono y, por tanto, no se oía
nada, el vigilante supo en ese preciso momento de dónde procedía el sonido que
tanto le había inquietado. Era el sonido de una pistola escupiendo una bala. El
disparo fue certero en la frente y su cabeza cayó hacia adelante. El cuerpo del
guarda quedaba inerte mientras accedían al recinto cuatro personas más con sendas
capuchas en la cabeza, que, junto al asesino, se disponían a realizar un gran
robo en el museo. Fue lo que menos le importó a Víctor. Él ya no estaba allí, pertenecía
a otro mundo, a otra dimensión. El mundo que hay después de la muerte. Un
mundo, descubrió Víctor, basado en el último escenario de la vida.
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