lunes, 1 de abril de 2013

El ángel del tiempo

Noto el suelo helado en mi trasero y cómo el bordillo de la acera se me clava en la espalda. Abro los ojos sorprendido por no saber dónde estoy. La luz tenue del amanecer anuncia que el día va a ser tapado e ilumina el ambiente dándole un color gris y frío. Una roída manta marrón oscuro tapa mi cuerpo desnudo. A mi alrededor se eleva una estrecha calle de ligera subida, algo descuidada y adoquinada de forma irregular. Las casas son de tipo unifamiliar, de dos o tres pisos, blanquecinas y de tamaño desigual. Un hombre sube con ritmo lento mirando el suelo, tapado con una capa y con chistera en la cabeza, pasa por mi lado mirándome con cara de desprecio como si yo fuera un sucio desecho. Las pisadas bajo sus zapatos rebotan por toda la calle, en estos momentos vacía, y se desvanecen poco a poco mientras su dueño se aleja subiendo por el callejón.

Pese estar tapado por la manta, estoy helado. Pero no es mi única preocupación. Tardo unos instantes en ser consciente por completo de la desorientación que me embarga. No sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta allí. Empiezo a escarbar en mi memoria pero tan solo me encuentro recuerdos de mi infancia. Conozco mi nombre (Jack Douglas), mi edad (treinta y siete años), mi fecha de nacimiento (doce de noviembre del setenta y cinco), y sé que me han sucedido muchas cosas durante mi adolescencia y mi madurez como adulto, pero no las recuerdo. Es una sensación muy extraña.

Oigo como una puerta se abre a mis espaldas. Una señora entrada en años y en carnes, vestida con un faldón, un vestido blanco con delantal y algo que le cubre la cabeza, se posa y a continuación se agacha delante de mí con semblante preocupado.

-Señor, debe de estar muerto de frío -me dice-. Le he puesto una manta esta mañana cuando le he visto al salir a barrer mi portal nada más amanecer. Ha debido de perder su ropa en alguna tasca, quizá después de excederse con el vino. Si usted quiere puede pasar a mi casa que estará calentito, aquí fuera acabará enfermando. Le prepararé una sopa caliente. No se preocupe, mi marido está trabajando en la fábrica, y no creo que le importunase que ayude a un vagabundo.

Aturdido y congelado, solo puedo mover la cabeza afirmativamente. La señora, fuerte y robusta, me ayuda a ponerme en pie, siento todavía más frío al hacerlo y me noto muy débil físicamente. Aquella buena mujer, comprendiendo mi fragilidad, rodea la manta a mi cuerpo tapando todo lo posible, y me ayuda a entrar en la casa. Mi piernas andan torpes y apenas puedo aguantar mi tronco. Una agradable ola de calor me recibe al cruzar el umbral de la puerta. Entramos en la primera habitación que hay a la izquierda y la señora me deposita en una silla junto a la chimenea encendida, en lo que parece ser el salón principal. Ella sube por las escaleras, según me dice para bajarme algo de ropa. Mientras tanto me quedo observando aquella casa. Me parece extremadamente rústica, las paredes son blancas y parecen haber sido moldeadas manualmente, no hay esquinas, todo acaba en redondo. El techo es más bajo de lo habitual en cualquier casa. No hay ninguna televisión, tampoco lámparas de luz, ni siquiera veo un solo enchufe de corriente. No hay adornos, ni cuadros, tan solo una estatuilla con una cruz encima del hogar. Al fondo, una mesa de madera de roble tallada a mano, gruesa, con seis sillas alrededor del mismo material, y probablemente talladas por las mismas manos.

Más recuerdos afloran poco a poco en orden cronológico, mi primera comunión, el instituto, mi primer trabajo, la boda de mi hermano. Yo tenía veinticinco años cuando Alfred se casó con Maya. De momento no puedo ir más allá.

La buena mujer baja con ropa supuestamente de su marido, una holgada camisa de color ocre y un pantalón grisáceo con gomas en la cintura y el final de las perneras. Pese a la buena temperatura del interior de aquella casa todavía no se me ha pasado el frío, pero por no quedar mal con aquella señora que tanto está haciendo por mí, hago un esfuerzo y comienzo a vestirme. Mientras lo hago, se sienta a mi lado.

-¿Es usted un ángel? – dice la señora con un susurro de voz, como si estuviera contándome un secreto.

-No señora –respondo.

-Yo creo que lo es. Ha caído usted del cielo –contesta ella con el rostro iluminado por la ilusión.

-¡¿Qué?! –exclamo confundido por su comentario.

-Antes de salir al portal, cosa que hago cada mañana a primera hora, he mirado por la ventana y allí no había nadie. Al alejarme en dirección a la puerta, una luz azul ha salido de los cielos de nuestro Señor, y cuando la he abierto había un hombre en la acera de mi casa. Desnudo –dice la mujer con cierta inocencia.

No sé qué decir, sigo aturdido y desorientado. No puedo decirle de dónde venía y qué hacía allí porque no tengo ni idea. La mujer se levanta y me dice que me va a preparar una sopa bien caliente, que me sentará muy bien.

Continúa el goteo de recuerdos en mi cabeza, la universidad, mi mujer, mi boda, mi hija. Recuerdo el número de teléfono de mi casa y la dirección. Great Dover Street 8, Londres.

Llega mi taza con humo en la superficie indicando así su elevada temperatura. La mujer la pone encima de mis manos, ya en forma de cuenco, y la sensación de gran calidez me sabe a gloria.

-Disculpe señora -le digo ya con la sopa en mis manos-, ¿sería posible hacer una llamada?

-¿Una llamada? -responde ella con rostro de sorpresa- ¿qué quiere decir?

-Una llamada de teléfono.

-¿Tele? ¿Fono? Joven, no sé de qué me está hablando. ¿Qué es eso del tele-fono?

Si ya estoy confuso, su pregunta aún me induce más a ese estado. ¿Cómo puede no saber lo que es un teléfono? ¿Me está tomando el pelo? No lo parece. Sus ojos emanan honestidad, su expresión, sinceridad. Siento que estoy en un lugar que no me corresponde, me noto un intruso que no encaja en el puzle. Me termino la sopa, me pongo de pie, le doy las gracias a la mujer y le digo que tengo que marcharme. Necesito averiguar qué está pasando.

-Pero señor -dice ella con tono de preocupación- está usted demasiado débil para irse.

-No se preocupe, he entrado en calor y la sopa me ha dado algo de energía. Estaré bien. Gracias de nuevo, ha sido usted muy amable.

La buena mujer me acompaña hasta la puerta no sin antes ofrecerme una bolsa de tela con pan para el camino. Se la acepto de buen grado ya que tampoco llevo nada más encima que la ropa que me ha prestado.

Empiezo a andar por el callejón hacia arriba, sin tener ni idea de a dónde iría a parar. En la parte más alta la calle sufre una ligera curva a la izquierda que da a lo que parece ser una carretera principal, tras ella hay una mercado. Me quedo anonadado al ver el paisaje que se presenta ante mis ojos. Carretas tiradas por caballos recorren la vía transportando toda clase de alimentos en dirección al mercado. Carromatos llevan a hombres bien vestidos y con sombreros de copa en sentido opuesto. Es un paisaje de otra época, como si un cuadro antiguo hubiera cobrado vida. ¿Me encuentro dentro de un cuadro? ¿Dentro de un sueño? Me doy cuenta que el primer pensamiento es absurdo, pero el segundo no tanto, ya que aquello que tengo delante de mis ojos carece de sentido.

Me acerco al mercado que tengo delante cruzando la carretera. Las señoras que venden en los tenderetes me ofrecen toda clase de alimentos a cual más natural. Tras pasar por delante de todos ellos con el fin de encontrar algo familiar para poder situarme en el contexto, veo a un chico repartiendo unos panfletos rectangulares de color blanco. El niño, que parece tener unos siete u ocho años, sin articular palabra me pone en la mano uno de ellos.

-Gracias – le digo.

Una mujer situada detrás de un tenderete de tomates me hace un gesto para indicarme que el niño es mudo. Miro el papel que tenía en la mano, en el cual, con letra muy pulcra pero escrita a mano, reza el titular “Fiesta de la concordia británica”. El texto central habla de los asistentes, del alcalde y de la banda de música que tocará. En la última línea, la fecha de la celebración, “viernes catorce de marzo de 1817”.

1817. Tiene que ser un sueño. Todavía tengo muchas lagunas mentales, pero sé que he nacido en mil novecientos setenta y cinco, así como recuerdo los años ochenta, los noventa, y parte del dos mil en adelante. Pero más que un sueño parece una pesadilla, una pesadilla demasiado real. Siento que estoy perdido en un lugar al cual no pertenezco, en una época que no es la mía, y no sé cómo actuar.

Más recuerdos empiezan a brotar en mi mente como por arte de magia, nítidos como una película en alta definición. La policía llegando a mi casa con una acusación de asesinato. Según ellos, yo había matado a una antigua novia llamada Kelly Harrison que yo ni recordaba. Mi familia asustada por lo que me podría pasar, pero creyendo que en mi inocencia a pies juntillas. Recuerdo un juicio con pruebas evidentes de mi culpabilidad, mi ADN en el cuerpo de la víctima, con una coartada pobre y con testigos que me acusaban directamente. Todo parecía amañado para declararme culpable. Así fue, y la condena era de cadena perpetua. Me eché a llorar en el momento del veredicto, no entendía por qué a mí si era un hombre familiar y siempre había llevado una vida alejada de sobresaltos. Mi mundo se derrumbaba en un abrir y cerrar de ojos. Después, varios hombres trajeados me llevaron a un habitáculo adyacente al juzgado, donde me propusieron un perdón a mi condena a cambio de ser cobaya en un experimento científico. Me negué alegando mi inocencia, pero por lo visto no tenía elección.

Todos estos recuerdos hacen que mi cuerpo tiemble y un mareo sobrevenga a mi mente. Tengo que apoyarme contra la pared más cercana y sentarme en el suelo con la espalda pegada a ella, noto que se me van las fuerzas. No puede ser real.

Los recuerdos siguen apareciendo claros y contundentes. Dos de los hombres trajeados me cogieron y, a la fuerza, me metieron dentro de un coche. Me sentí aterrado, estaba convencido que me iban a matar. Cruzamos todo Londres y llegamos a una especie de centro científico privado, o al menos eso rezaba el cartel de entrada. Los hombres me metieron en uno de los edificios principales, entraron en un laboratorio y me soltaron allí, cerrando la puerta tras de mí.

Un hombre de bata blanca, gafas de pasta, pelo medio blanquecino y más o menos de mi altura se acercó a mí y me abrazó.

-Enhorabuena -me dijo-. No sabes lo afortunado que eres. Vas a pasar a la historia de la humanidad.

Me invitó a sentarme con él en una mesa pegada a la pared este de la habitación. Recuerdo que tuvimos una conversación muy larga, de unas tres o cuatro horas. Se llamaba Dustin McLoud, era escocés, y me explicó que pronto sería conocido como el inventor de los viajes en el tiempo, y que yo había sido seleccionado como el primer hombre para viajar en el tiempo por mi naturaleza, mi bondad, mi tranquilidad, y por ser un hombre muy trabajador. Había mucha gente con esas características, dije yo. Según el científico, yo era especial, sin llegar a concretarme por qué. Me dijo que habían tenido que inventar la pantomima del asesinato para poder apartarme de una manera creíble de la sociedad.

-Harás un viaje en el tiempo al pasado, a principios del siglo XIX, pero no podrás volver –dijo el científico mirándome directamente con ojos fríos como el hielo.

Tras oír eso recuerdo que mi furia se disparó, le grité al hombre que no me podían hacer eso, que yo no lo había elegido ni había cometido ningún asesinato, y que ni mucho menos pretendía pasar a la historia de la humanidad, tan solo quería estar con mi mujer y mi hija. El tal McLoud me miró con rostro impasible, pulsó un botón cercano a la mesa, los dos hombres que me habían llevado hasta ese lugar entraron de nuevo y me sujetaron a pesar de mi rabia mientras el científico me suministraba un calmante por vía intravenosa que me hizo efecto al momento.

Lo siguiente que recuerdo es que entramos en otra sala a través del laboratorio, esta era pequeña, muy oscura y al final de todo tenía una especie de semicírculo de hierro que sobresalía de la pared. Me tumbaron dentro de él. El hombre de la bata blanca se acercó y, con una jeringuilla en mano, me inyectó un líquido blancuzco en la zona abdominal. Yo, muy débil, no pude hacer nada por evitarlo.

-Cuando llegues no recordarás nada de tu vida, pero poco a poco te irá llegando toda la información. Quizá tarde minutos, quizá horas, no estamos seguros del todo, pero volverá. Es uno de los efectos del viaje en el tiempo. Otro es que la ropa no viaja, solo el tejido humano, con lo cual te encontrarás desnudo -dijo mientras duraba la inyecta-. Y no te preocupes, no estarás solo, seguiremos todos tus pasos a partir de las cinco horas de estancia, que es cuando el rastro empieza a dejar huella en el futuro.

Fueron sus últimas palabras. En un esfuerzo desesperado intenté gritar una única palabra que bajaba en cascada por mi mente. Por qué, por qué, por qué. El hombre se alejó, cerró la gruesa compuerta. Mis ojos se cerraron, mi mente se nubló.

Me siento aterrado tras acordarme de todo. Aterrado, dolido, cabreado, impotente. Me han manipulado, me han arrebatado mi vida para utilizarme de cobaya. No me importaba la historia de la humanidad si el precio es quitarme a mis seres queridos, a mi vida, y no estoy dispuesto a pagarlo. Pero ya es tarde, ahora estoy en el pasado y no puedo regresar. Lo único que me queda es volver ser dueño de mí destino impidiendo que se salgan con la suya…


Instituto de ciencia y tecnología avanzada de Londres, 14 de marzo de 2013.

Los científicos observaban horrorizados el monitor principal. Jack Douglas, primer sujeto de pruebas sobre la psicología del viaje en el tiempo, se acababa de suicidar. El falso viaje en el tiempo había causado estragos imprevistos en el buen hombre. A través del resto de monitores se podía observar a los actores alrededor de Jack, vestidos todos con ropajes clásicos del siglo XIX, atónitos ante lo que acababan de ver, algunos sollozando, otros con las manos en la cabeza. Nadie daba crédito a lo que había sucedido.

Tras mostrarse estresado al descubrir el año en el que estaba y caer medio desplomado apoyándose en una pared, el hombre, en un repentino arrebato de ira, había cogido un cuchillo del tenderete más cercano a él y se había degollado. Nadie se esperaba ese golpe de efecto, el plan era que permaneciera en el supuesto pasado varios años, adaptándose a la vida de la época con el objetivo de estudiar las consecuencias psicológicas de convivir en otro tiempo para un hombre común. Habían montado un escenario de miles de kilómetros cuadrados, recreando cada detalle de la Londres del siglo XIX, gastándose miles de millones de libras tras el plan trazado conjuntamente entre gobierno y científicos, habían preparado a actores para vivir un largo tiempo alejados de sus hogares, y para que permanecieran cautos con el fin de que el protagonista no saliera de los límites del escenario. Sería como un show de Truman con propósito científico. Todo se había parado en seco en el momento en que Jack Douglas se había rebanado el cuello a sangre fría.

Jack había sido escogido para la prueba por su característica de hombre crédulo e inocente, era el sujeto perfecto para creer que de verdad había viajado al pasado. No se equivocaron, pero descuidaron otros aspectos más importantes.

La ciencia había avanzado a pasos tan agigantados que los viajes en el tiempo estaban demasiado cerca de convertirse en una realidad, pero antes de ello los científicos tenían que estudiar cuáles eran sus efectos psicológicos en los viajeros, ya que el peligro de un viaje al pasado podría ser extremadamente peligroso para la propia humanidad y todo tenía que ser estudiado al milímetro.

El proyecto, conocido como “El ángel del tiempo”, tan solo sería el primer paso en el escabroso camino que la humanidad estaba iniciando. Un camino que cambiaría la historia.

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