Pese estar tapado por la manta,
estoy helado. Pero no es mi única preocupación. Tardo unos instantes en ser
consciente por completo de la desorientación que me embarga. No sé dónde estoy
ni cómo he llegado hasta allí. Empiezo a escarbar en mi memoria pero tan solo
me encuentro recuerdos de mi infancia. Conozco mi nombre (Jack Douglas), mi
edad (treinta y siete años), mi fecha de nacimiento (doce de noviembre del
setenta y cinco), y sé que me han sucedido muchas cosas durante mi adolescencia
y mi madurez como adulto, pero no las recuerdo. Es una sensación muy extraña.
Oigo como una puerta se abre a
mis espaldas. Una señora entrada en años y en carnes, vestida con un faldón, un
vestido blanco con delantal y algo que le cubre la cabeza, se posa y a continuación
se agacha delante de mí con semblante preocupado.
-Señor, debe de estar muerto de
frío -me dice-. Le he puesto una manta esta mañana cuando le he visto al salir
a barrer mi portal nada más amanecer. Ha debido de perder su ropa en alguna
tasca, quizá después de excederse con el vino. Si usted quiere puede pasar a mi
casa que estará calentito, aquí fuera acabará enfermando. Le prepararé una sopa
caliente. No se preocupe, mi marido está trabajando en la fábrica, y no creo
que le importunase que ayude a un vagabundo.
Aturdido y congelado, solo puedo
mover la cabeza afirmativamente. La señora, fuerte y robusta, me ayuda a
ponerme en pie, siento todavía más frío al hacerlo y me noto muy débil
físicamente. Aquella buena mujer, comprendiendo mi fragilidad, rodea la manta a
mi cuerpo tapando todo lo posible, y me ayuda a entrar en la casa. Mi piernas
andan torpes y apenas puedo aguantar mi tronco. Una agradable ola de calor me
recibe al cruzar el umbral de la puerta. Entramos en la primera habitación que
hay a la izquierda y la señora me deposita en una silla junto a la chimenea
encendida, en lo que parece ser el salón principal. Ella sube por las
escaleras, según me dice para bajarme algo de ropa. Mientras tanto me quedo
observando aquella casa. Me parece extremadamente rústica, las paredes son
blancas y parecen haber sido moldeadas manualmente, no hay esquinas, todo acaba
en redondo. El techo es más bajo de lo habitual en cualquier casa. No hay
ninguna televisión, tampoco lámparas de luz, ni siquiera veo un solo enchufe de
corriente. No hay adornos, ni cuadros, tan solo una estatuilla con una cruz
encima del hogar. Al fondo, una mesa de madera de roble tallada a mano, gruesa,
con seis sillas alrededor del mismo material, y probablemente talladas por las
mismas manos.
Más recuerdos afloran poco a poco
en orden cronológico, mi primera comunión, el instituto, mi primer trabajo, la
boda de mi hermano. Yo tenía veinticinco años cuando Alfred se casó con Maya.
De momento no puedo ir más allá.
La buena mujer baja con ropa supuestamente
de su marido, una holgada camisa de color ocre y un pantalón grisáceo con gomas
en la cintura y el final de las perneras. Pese a la buena temperatura del
interior de aquella casa todavía no se me ha pasado el frío, pero por no quedar
mal con aquella señora que tanto está haciendo por mí, hago un esfuerzo y
comienzo a vestirme. Mientras lo hago, se sienta a mi lado.
-¿Es usted un ángel? – dice la
señora con un susurro de voz, como si estuviera contándome un secreto.
-No señora –respondo.
-Yo creo que lo es. Ha caído usted
del cielo –contesta ella con el rostro iluminado por la ilusión.
-¡¿Qué?! –exclamo confundido por
su comentario.
-Antes de salir al portal, cosa
que hago cada mañana a primera hora, he mirado por la ventana y allí no había
nadie. Al alejarme en dirección a la puerta, una luz azul ha salido de los
cielos de nuestro Señor, y cuando la he abierto había un hombre en la acera de
mi casa. Desnudo –dice la mujer con cierta inocencia.
No sé qué decir, sigo aturdido y
desorientado. No puedo decirle de dónde venía y qué hacía allí porque no tengo
ni idea. La mujer se levanta y me dice que me va a preparar una sopa bien
caliente, que me sentará muy bien.
Continúa el goteo de recuerdos en
mi cabeza, la universidad, mi mujer, mi boda, mi hija. Recuerdo el número de
teléfono de mi casa y la dirección. Great Dover Street 8, Londres.
Llega mi taza con humo en la
superficie indicando así su elevada temperatura. La mujer la pone encima de mis
manos, ya en forma de cuenco, y la sensación de gran calidez me sabe a gloria.
-Disculpe señora -le digo ya con
la sopa en mis manos-, ¿sería posible hacer una llamada?
-¿Una llamada? -responde ella con
rostro de sorpresa- ¿qué quiere decir?
-Una llamada de teléfono.
-¿Tele? ¿Fono? Joven, no sé de
qué me está hablando. ¿Qué es eso del tele-fono?
Si ya estoy confuso, su pregunta
aún me induce más a ese estado. ¿Cómo puede no saber lo que es un teléfono? ¿Me
está tomando el pelo? No lo parece. Sus ojos emanan honestidad, su expresión,
sinceridad. Siento que estoy en un lugar que no me corresponde, me noto un
intruso que no encaja en el puzle. Me termino la sopa, me pongo de pie, le doy las
gracias a la mujer y le digo que tengo que marcharme. Necesito averiguar qué está
pasando.
-Pero señor -dice ella con tono
de preocupación- está usted demasiado débil para irse.
-No se preocupe, he entrado en
calor y la sopa me ha dado algo de energía. Estaré bien. Gracias de nuevo, ha
sido usted muy amable.
La buena mujer me acompaña hasta
la puerta no sin antes ofrecerme una bolsa de tela con pan para el camino. Se
la acepto de buen grado ya que tampoco llevo nada más encima que la ropa que me
ha prestado.
Empiezo a andar por el callejón
hacia arriba, sin tener ni idea de a dónde iría a parar. En la parte más alta
la calle sufre una ligera curva a la izquierda que da a lo que parece ser una
carretera principal, tras ella hay una mercado. Me quedo anonadado al ver el
paisaje que se presenta ante mis ojos. Carretas tiradas por caballos recorren
la vía transportando toda clase de alimentos en dirección al mercado.
Carromatos llevan a hombres bien vestidos y con sombreros de copa en sentido
opuesto. Es un paisaje de otra época, como si un cuadro antiguo hubiera cobrado
vida. ¿Me encuentro dentro de un cuadro? ¿Dentro de un sueño? Me doy cuenta que
el primer pensamiento es absurdo, pero el segundo no tanto, ya que aquello que
tengo delante de mis ojos carece de sentido.
Me acerco al mercado que tengo
delante cruzando la carretera. Las señoras que venden en los tenderetes me
ofrecen toda clase de alimentos a cual más natural. Tras pasar por delante de
todos ellos con el fin de encontrar algo familiar para poder situarme en el
contexto, veo a un chico repartiendo unos panfletos rectangulares de color
blanco. El niño, que parece tener unos siete u ocho años, sin articular palabra
me pone en la mano uno de ellos.
-Gracias – le digo.
Una mujer situada detrás de un
tenderete de tomates me hace un gesto para indicarme que el niño es mudo. Miro
el papel que tenía en la mano, en el cual, con letra muy pulcra pero escrita a
mano, reza el titular “Fiesta de la concordia británica”. El texto central habla
de los asistentes, del alcalde y de la banda de música que tocará. En la última
línea, la fecha de la celebración, “viernes catorce de marzo de 1817”.
1817. Tiene que ser un sueño.
Todavía tengo muchas lagunas mentales, pero sé que he nacido en mil novecientos
setenta y cinco, así como recuerdo los años ochenta, los noventa, y parte del
dos mil en adelante. Pero más que un sueño parece una pesadilla, una pesadilla
demasiado real. Siento que estoy perdido en un lugar al cual no pertenezco, en
una época que no es la mía, y no sé cómo actuar.
Más recuerdos empiezan a brotar
en mi mente como por arte de magia, nítidos como una película en alta
definición. La policía llegando a mi casa con una acusación de asesinato. Según
ellos, yo había matado a una antigua novia llamada Kelly Harrison que yo ni recordaba.
Mi familia asustada por lo que me podría pasar, pero creyendo que en mi
inocencia a pies juntillas. Recuerdo un juicio con pruebas evidentes de mi
culpabilidad, mi ADN en el cuerpo de la víctima, con una coartada pobre y con
testigos que me acusaban directamente. Todo parecía amañado para declararme
culpable. Así fue, y la condena era de cadena perpetua. Me eché a llorar en el
momento del veredicto, no entendía por qué a mí si era un hombre familiar y
siempre había llevado una vida alejada de sobresaltos. Mi mundo se derrumbaba
en un abrir y cerrar de ojos. Después, varios hombres trajeados me llevaron a
un habitáculo adyacente al juzgado, donde me propusieron un perdón a mi condena
a cambio de ser cobaya en un experimento científico. Me negué alegando mi
inocencia, pero por lo visto no tenía elección.
Todos estos recuerdos hacen que
mi cuerpo tiemble y un mareo sobrevenga a mi mente. Tengo que apoyarme contra
la pared más cercana y sentarme en el suelo con la espalda pegada a ella, noto
que se me van las fuerzas. No puede ser real.
Los recuerdos siguen apareciendo claros
y contundentes. Dos de los hombres trajeados me cogieron y, a la fuerza, me
metieron dentro de un coche. Me sentí aterrado, estaba convencido que me iban a
matar. Cruzamos todo Londres y llegamos a una especie de centro científico
privado, o al menos eso rezaba el cartel de entrada. Los hombres me metieron en
uno de los edificios principales, entraron en un laboratorio y me soltaron
allí, cerrando la puerta tras de mí.
Un hombre de bata blanca, gafas
de pasta, pelo medio blanquecino y más o menos de mi altura se acercó a mí y me
abrazó.
-Enhorabuena -me dijo-. No sabes
lo afortunado que eres. Vas a pasar a la historia de la humanidad.
Me invitó a sentarme con él en
una mesa pegada a la pared este de la habitación. Recuerdo que tuvimos una
conversación muy larga, de unas tres o cuatro horas. Se llamaba Dustin McLoud,
era escocés, y me explicó que pronto sería conocido como el inventor de los viajes
en el tiempo, y que yo había sido seleccionado como el primer hombre para
viajar en el tiempo por mi naturaleza, mi bondad, mi tranquilidad, y por ser un
hombre muy trabajador. Había mucha gente con esas características, dije yo.
Según el científico, yo era especial, sin llegar a concretarme por qué. Me dijo
que habían tenido que inventar la pantomima del asesinato para poder apartarme
de una manera creíble de la sociedad.
-Harás un viaje en el tiempo al
pasado, a principios del siglo XIX, pero no podrás volver –dijo el científico
mirándome directamente con ojos fríos como el hielo.
Tras oír eso recuerdo que mi
furia se disparó, le grité al hombre que no me podían hacer eso, que yo no lo
había elegido ni había cometido ningún asesinato, y que ni mucho menos pretendía
pasar a la historia de la humanidad, tan solo quería estar con mi mujer y mi
hija. El tal McLoud me miró con rostro impasible, pulsó un botón cercano a la
mesa, los dos hombres que me habían llevado hasta ese lugar entraron de nuevo y
me sujetaron a pesar de mi rabia mientras el científico me suministraba un
calmante por vía intravenosa que me hizo efecto al momento.
Lo siguiente que recuerdo es que
entramos en otra sala a través del laboratorio, esta era pequeña, muy oscura y
al final de todo tenía una especie de semicírculo de hierro que sobresalía de
la pared. Me tumbaron dentro de él. El hombre de la bata blanca se acercó y,
con una jeringuilla en mano, me inyectó un líquido blancuzco en la zona
abdominal. Yo, muy débil, no pude hacer nada por evitarlo.
-Cuando llegues no recordarás
nada de tu vida, pero poco a poco te irá llegando toda la información. Quizá
tarde minutos, quizá horas, no estamos seguros del todo, pero volverá. Es uno
de los efectos del viaje en el tiempo. Otro es que la ropa no viaja, solo el
tejido humano, con lo cual te encontrarás desnudo -dijo mientras duraba la
inyecta-. Y no te preocupes, no estarás solo, seguiremos todos tus pasos a
partir de las cinco horas de estancia, que es cuando el rastro empieza a dejar
huella en el futuro.
Fueron sus últimas palabras. En
un esfuerzo desesperado intenté gritar una única palabra que bajaba en cascada por
mi mente. Por qué, por qué, por qué. El hombre se alejó, cerró la gruesa
compuerta. Mis ojos se cerraron, mi mente se nubló.
Me siento aterrado tras acordarme
de todo. Aterrado, dolido, cabreado, impotente. Me han manipulado, me han arrebatado
mi vida para utilizarme de cobaya. No me importaba la historia de la humanidad
si el precio es quitarme a mis seres queridos, a mi vida, y no estoy dispuesto
a pagarlo. Pero ya es tarde, ahora estoy en el pasado y no puedo regresar. Lo
único que me queda es volver ser dueño de mí destino impidiendo que se salgan
con la suya…
Instituto de ciencia y tecnología avanzada de Londres, 14 de marzo de 2013.
Los científicos observaban horrorizados el monitor principal. Jack Douglas, primer sujeto de pruebas sobre la psicología del viaje en el tiempo, se acababa de suicidar. El falso viaje en el tiempo había causado estragos imprevistos en el buen hombre. A través del resto de monitores se podía observar a los actores alrededor de Jack, vestidos todos con ropajes clásicos del siglo XIX, atónitos ante lo que acababan de ver, algunos sollozando, otros con las manos en la cabeza. Nadie daba crédito a lo que había sucedido.
Tras mostrarse estresado al
descubrir el año en el que estaba y caer medio desplomado apoyándose en una
pared, el hombre, en un repentino arrebato de ira, había cogido un cuchillo del
tenderete más cercano a él y se había degollado. Nadie se esperaba ese golpe de
efecto, el plan era que permaneciera en el supuesto pasado varios años,
adaptándose a la vida de la época con el objetivo de estudiar las consecuencias
psicológicas de convivir en otro tiempo para un hombre común. Habían montado un
escenario de miles de kilómetros cuadrados, recreando cada detalle de la
Londres del siglo XIX, gastándose miles de millones de libras tras el plan
trazado conjuntamente entre gobierno y científicos, habían preparado a actores
para vivir un largo tiempo alejados de sus hogares, y para que permanecieran
cautos con el fin de que el protagonista no saliera de los límites del
escenario. Sería como un show de Truman con propósito científico. Todo se había
parado en seco en el momento en que Jack Douglas se había rebanado el cuello a
sangre fría.
Jack había sido escogido para la
prueba por su característica de hombre crédulo e inocente, era el sujeto
perfecto para creer que de verdad había viajado al pasado. No se equivocaron,
pero descuidaron otros aspectos más importantes.
La ciencia
había avanzado a pasos tan agigantados que los viajes en el tiempo estaban
demasiado cerca de convertirse en una realidad, pero antes de ello los
científicos tenían que estudiar cuáles eran sus efectos psicológicos en los
viajeros, ya que el peligro de un viaje al pasado podría ser extremadamente
peligroso para la propia humanidad y todo tenía que ser estudiado al milímetro.
El proyecto, conocido como “El ángel
del tiempo”, tan solo sería el primer paso en el escabroso camino que la
humanidad estaba iniciando. Un camino que cambiaría la historia.
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