jueves, 7 de abril de 2011

El hallazgo

La enorme sala estaba repleta. Más de quinientos periodistas acreditados procedentes de todo el mundo abarrotaban el lugar. Fuera, en las calles de Washington DC, el diluvio era intenso.

Teléfonos móviles, murmullos, bostezos y nervios impregnaban el ambiente. La espera era larga. La expectación máxima.

Pocas veces el mundo científico había estado tan en el centro de la actualidad global. Dos días atrás se había anunciado el hallazgo de un acontecimiento que cambiaría la historia de la humanidad, pero no se habían dado a conocer los detalles. La comunidad científica lo había filtrado a conciencia porque para ellos era necesario que el mundo conociese la verdad. Pero las autoridades les pararon los pies. Después de horas y horas ininterrumpidas de reuniones con los presidentes de estado más importantes del planeta, decidieron hacer público el descubrimiento al resto de la humanidad.

Durante aquellas cuarenta y ocho horas el mundo entero no habló de otra cosa. Los medios de comunicación informaban al detalle de las reuniones, lo cual implicó el conocimiento de la magnitud de aquel acontecimiento. Y no solo eso. Pasadas diez horas del anuncio se declaró el estado de alarma mundial. Los gobiernos habían sido informados. Todos los ejércitos del mundo se prepararon para algo desconocido hasta la fecha. Los países más radicales militarizaron las calles. Los más democráticos prepararon a sus ciudadanos. Nunca en la historia se le había dado tanta importancia a una noticia que todavía no se había producido.

¿Guerra mundial? ¿Ataques terroristas? ¿Meteoritos? Miles eran las suposiciones. Considerando que los científicos estaban en el centro de la cuestión y que todo ser humano estaba afectado por igual (era lo único que había trascendido hasta ese momento), muchas de las hipótesis quedaban descartadas. Pero pocos sabían un ápice de lo que realmente estaba sucediendo.

Hora y media más tarde de lo previsto, debido a nuevas reuniones, entraron en la sala varios agentes de policía custodiando a los científicos reunidos y a los mandatarios que estaban con ellos. Los flashes fotográficos empezaron a dispararse. Las cámaras de televisión apuntaron hacia los protagonistas. La tensión iba en aumento. Sus caras eran un poema. Serias, con un punto de tristeza. Los presidentes de estado se sentaron en la primera fila de las butacas, mientras que cuatro científicos subieron a la mesa, donde el mismo número de micrófonos y sillas les estaban esperando.

En el centro se situaron una mujer delgada, que no aparentaba más de cuarenta años, y a su izquierda un hombre de pelo castaño con camisa blanca, que superaba en edad a la mujer. En los extremos de la mesa dos hombres con traje. El de la derecha con canas, escaso cabello, arrugado y con papada. Se veía el mayor de todos. El de la izquierda era un hombre calvo, delgado y con gafas redondas.

La mujer se postulaba para hablar inclinando el flexo del micrófono hacia su boca. Parecía no haber dormido en mucho tiempo. Sus ojos negros enrojecidos indicaban cansancio. El temblor de manos delataba nervios. Su rostro, triste. Vestía un jersey blanco de cuello alto. Su melena negra estaba recogida en una coleta. Cogió la botella de agua de medio litro preparada para cada uno de los miembros de la mesa. Se rellenó el vaso. Bebió.

-Buenas tardes -su voz sonaba temblorosa-. Mi nombre es Anne Lewis -los flashes volvían a hacer su aparición masivamente-. Soy doctorada en ciencias físicas por la universidad de Harvard. A mi derecha tengo el rector de la universidad, el señor Harold Bent. En el otro extremo está Duncan Pallister, jefe de la comisión científica del gobierno americano. Y el hombre que tengo a mi izquierda se llama Jeremy Ruderfoth. Ha sido mi compañero de investigación en este largo viaje. Pero sin más dilación les paso a explicar nuestro descubrimiento.

Silencio en la sala y en el mundo entero. Todo el planeta estaba pendiente de los medios de comunicación que informaban sobre la rueda de prensa.

-Desde hace muchos años venimos estudiando la realidad que nos envuelve en muchos aspectos. Uno de ellos es la relación de la materia con el cerebro humano, o lo que es lo mismo, los estados de la mente con los estados físicos. Es a lo que llamamos “filosofía de la mente”. Sabemos que las imágenes que proyectan nuestros pensamientos o nuestros sueños se conciben en la misma zona del cerebro que las que vemos con los ojos. A partir de ahí empezamos a estudiar la manera de poder visualizar el entorno en el que estamos sin mediación de nuestros sentidos para averiguar en qué medida las imágenes externas que recibimos están ahí.

Silencio absoluto en la sala. Nadie entendía qué era lo que la doctora intentaba explicar.

-Hace poco más de dos años -prosiguió- empezamos a desarrollar un mecanismo capaz de algo parecido. La intención era comprobar si lo que vemos a través de nuestros ojos existe materialmente como creemos.

-Sabíamos que era una locura -intervino el doctor Ruderforth-, pero había indicios que nos guiaban hacia esa investigación. Teníamos que intentarlo. El aparato traducía las señales visuales externas para que la mente humana las pudiera ver tal y como son realmente. Durante los primeros meses pensábamos que no funcionaba bien, ya que en la pantalla no aparecía nada. Pero después de mucho investigar nos dimos cuenta de que estaba funcionando a la perfección desde el principio, lo cual nos dejó atónitos…

Las caras de confusión eran evidentes entre la multitud, más bien por no entender aquello que los científicos intentaban explicar. La doctora captó el desconcierto e intentó poner remedio.

-Lo que queremos explicar es que hemos demostrado científicamente que el mundo material que nos rodea no es tal, sino más bien fruto de algún tipo de mente colectiva que por el momento desconocemos, lo cual supone el hallazgo más importantes de la historia de la humanidad, ya que cambia por completo toda la percepción del mundo y de la vida que teníamos hasta el momento.

Silencio sepulcral. La respiración en aquel lugar cerrado se contuvo, y de allí se extendió vía satélite al mundo entero.

-Esto conlleva replantearnos todo lo conocido hasta el momento, -dijo el doctor Ruderforth-, nuestra existencia, nuestro origen, el concepto del más allá…

En la estancia no solo había periodistas y mandatarios. Un amplio grupo de científicos de todo el mundo habían sido invitados a aquel evento. Laurent Dupont, procedente de Francia y uno de los investigadores del cerebro humano más veteranos y prestigiosos de toda Europa, se levantó inquieto de su asiento en la tercera fila.

-Disculpen señores, pero lo que están proponiendo no tiene ningún sentido. El cerebro humano es extremadamente complejo, pero aún así no es capaz de crear algo tan grande como el mundo que vemos en el día a día, más bien al contrario, sin ese mundo sería incapaz de existir. Y sé de lo que hablo porque he dedicado todos los estudios de mi vida a él, sé perfectamente cómo funciona.

Duncan Pallister pulsó el botón de su micrófono para responder al especialista francés.

-Señor Dupont, permítame aclararle que si el gobierno de los Estados Unidos apoya tal teoría es porque hemos trabajado conjuntamente con ellos y hay pruebas más que suficientes para demostrarles a todos ustedes que es cierto lo que cuentan la doctora Lewis y el doctor Ruderforth. Lo que aquí se explica es un hecho que el mundo ha de conocer porque la ciencia tiene como fin esclarecer la verdad, y que esa verdad sea difundida.

-Laurent tiene razón -aclaró la doctora Lewis-. El cerebro humano no es lo suficientemente potente para crear una cosa así. Por eso teorizamos sobre “algo” que está por encima nuestro, una mente global y unificada que nos permite ser algo más de lo que realmente somos. Doctor Dupont -dijo dirigiéndose al francés-, sabemos que usted es un experto en el cerebro humano, pero lo que no ha estudiado nunca, y de lo que nosotros estamos hablando, es precisamente de todo lo contrario… lo que hay fuera de ese cerebro.

-Creo que están cometiendo un grave error -manifestó el señor Dupont-, lo único que van a conseguir es promover el caos en todo el globo terráqueo. Sea como sea, si van a afirmar tal barbaridad, deberían enseñar pruebas. En ello también se basa la ciencia.

Los cuatro protagonistas situados detrás de la mesa de conferencias se miraron entre ellos. Parecía que tenían algo con lo cual poder demostrar su teoría. Ruderforth intervino.

-Queríamos esperar un tiempo a que la gente asimilara la noticia para mostrar una prueba, ya que entendemos que puede impactar seriamente a quien la vea.

-En principio hay que aclarar -dijo la doctora Lewis- que cualquier tipo de ser vivo no humano, es decir, animales, plantas, etc., no son una creación material de la mente colectiva de la que hablamos, sino que ellos también forman parte de ella. Con lo cual hemos podido experimentar con ellos.

-Una de las claves de lo que estamos explicando -continuó Ruderforth- es que nosotros experimentamos la materia a través de impulsos eléctricos que el cerebro nos envía. Si yo, por ejemplo, le pego un golpe a esta mesa -el doctor hizo impactar la palma de su mano con la parte superior de la mesa emitiendo un sonoro ruido-, el cerebro envía un impulso directamente a mi mano para hacerme creer que he chocado con algo, pero en realidad no es así. En cambio, si simplemente apoyo mi mano, ese impulso lo que está haciendo es impedir que mi mano pueda descender más y me transmite el tacto que tiene el material que me hace creer que estoy tocando. Todo esto es una explicación muy simple de algo sumamente complejo, pero es una forma sencilla de entenderlo.

Intensos murmullos hicieron su aparición entre los asistentes, los cuales se podían interpretar como incredulidad absoluta sobre lo que allí se estaba explicando. Parecía que la mayoría de los presentes estuviera deseando tildar al conferenciante de chiflado.

Ruderforth y Lewis se dijeron algo al oído. A continuación ambos hicieron un gesto de aprobación a un hombre situado cerca de la puerta principal. Este salió de la sala. Pocos instantes después entró con un cocker marrón. El perro tenía la mirada perdida, parecía desorientado. En la multitud sonó una severa exclamación. La doctora Lewis tomó la palabra.

-Les presento a Rufo. Es la prueba más importante que tenemos. A Rufo le hemos desactivado algunos impulsos cerebrales de los que el doctor les ha hablado. No podíamos quitarle todos porque habría fallecido. Lo que van a ver a continuación no es ningún tipo de truco.

Anne Lewis se levantó de la mesa y se dirigió al extremo más cercano a la puerta, donde se había colocado el hombre con el perro. Cogió la correa mientras los otros tres conferenciantes se levantaban, y lo colocó cerca de una esquina de la mesa. La doctora avanzó paralelamente a la pared del fondo con el can, el cual parecía que iba a chocar con la mesa. Pero no fue así. Ante el asombro de los presentes, Rufo recorrió la parte externa de la mesa con medio cuerpo fuera de ella y el otro medio dentro. Era como ver un efecto especial de una película en vivo. Entre los presentes se escucharon gritos de espanto y de horror. El perro finalizó su estremecedor recorrido llegando al final de la mesa. En ese instante todos fueron conscientes del hallazgo. El silencio que hubo a continuación desvelaba el pánico que impregnaba en el lugar. En los siguientes minutos varias personas se desmayaron. Otras palidecieron. Algunas televisiones cortaron la transmisión. Quizá nadie estaba preparado para aquello.

Tras el histórico hallazgo la ciencia se centró en él casi al completo, con lo que se consiguió resolver muchas cuestiones impensables hasta entonces. La muerte dejó de ser tal, pasó a llamarse desconexión. Nadie dejaba de existir si formaba parte de un conjunto mental superior. Pero el hombre se preguntaba incesantemente sobre su nueva y desconocida situación en el universo material. Se iniciaba así una nueva era de la historia de la humanidad.

2 comentarios:

  1. Ey men!, acabo de leerlo, estilo más refinado y contenido interesante, buen trabajo!

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  2. ¡Muchas gracias! Pensaba que precisamente a ti no te gustaría. Me alegro de haberme equivocado.

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