sábado, 28 de enero de 2012

La desaparición del tío Toni

El sótano de la tía Adela tenía el suelo de láminas de madera oscura y chirriaba en algunas zonas al pisar debido a la antigüedad de aquella casa, hecha por el marido de mi tía a finales de los años sesenta. Pese a que no se dedicaba a la construcción, mi tío Toni era un hombre muy trabajador y, además de hacer el plano de la casa, ayudó a levantarla. Todos en la familia lo queríamos mucho, no solo por lo feliz que hacía a la tía Adela, sino por lo bueno que era con todos nosotros. Hasta que un día, de repente, desapareció. Y lo hizo sin dejar ningún tipo de rastro.

Los veranos en casa de la tía Adela eran muy especiales. Mis padres me dejaban allí varias semanas mientras ellos disfrutaban de unas vacaciones alejados de la vida rutinaria, y lo hicieron desde que mi tía se quedó sola, así, ya de paso, la hacía compañía, lo cual ella agradecía mucho. Durante esos días me pasaba horas y horas encerrado en el sótano jugando a vaqueros, astronautas, detectives, policías, y toda clase de aventuras que mi mente podía llegar a imaginar. Aquel lugar bajo la casa me resultaba muy confortable gracias a la frescura que se respiraba en días tan calurosos y en contraste con el exterior. Mientras el resto de niños salían a la calle a jugar empapando de sudor sus ropas, yo permanecía seco y fresco durante toda la tarde. Eso, y la falta de sociabilidad a mis diez años, hacían que aquel sótano me diera exactamente lo que buscaba durante los días de vacaciones. Me gustaba estar con la tía Adela porque me dejaba libertad para campar a mis anchas, siempre pensé que me veía como al hijo que nunca pudo tener. Después de comer se quedaba enganchada a la novela de sobremesa y yo me iba directo al sótano a jugar. Como ella sabía que me gustaba estar allí bajo, en toda la tarde solo interrumpía mi actividad para anunciarme que había preparado la merienda. En cambio, si mis padres hubieran estado allí, me habrían obligado a salir a jugar con otros niños o habría tenido que hacer con ellos excursiones aburridas.

Mi tía Adela era la hermana mayor de mi madre. Era una buena mujer que siempre pensaba antes en el beneficio de los demás que en el suyo propio. Había sufrido mucho tras la desaparición del tío Toni, en más de una ocasión la había oído decir que era el hombre de su vida. Mi tío desapareció una tarde de otoño. La última persona en verlo fue su vecino, el jubilado señor Leopoldo, que lo saludó aquella misma tarde mientras entraba en casa. Eso era lo curioso del caso, mi tío se había esfumado dentro de su propio hogar. En cuanto nos llegó la noticia ese mismo día, mis padres se marcharon hacia el pueblo donde vivían mis tíos para ayudar en la búsqueda de mi tío desparecido. No pudieron encontrarlo, pero dos años después yo mismo descubrí dónde estaba.

Aquella calurosa tarde veraniega de mil novecientos ochenta y siete acababa de merendar y continuaba mi andadura como protagonista de una serie de policías. La pistola de juguete que mis abuelos me habían regalado las navidades pasadas estaba ejerciendo su mejor papel. En un momento de la aventura, me tiro al suelo detrás del sofá verde lima, situado a la derecha de la entrada del sótano, y noto que una de las tablas pegadas a la pared está algo salida. Preocupado por si había sido culpa mía, intento colocarla bien, cuando me doy cuenta de que bajo la tabla hay un vacío. Picado por la curiosidad decido sacar la tabla del todo para ver qué hay debajo. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que, clavada a la pared de tierra, había una escalera de madera de roble. Mi curiosidad creció exponencialmente y no tuve más elección que levantar el resto de tablillas del suelo situadas encima de la escalera para bajar por ella. Ya me preocuparía después de volverlas a colocar para que nadie supiera que allí no había pasado nada.

Mientras bajaba los ocho peldaños y sentía el frescor y la humedad que se palpaban allí debajo, observé a mis espaldas un entrante de un metro de alto por dos de hondo cavado en la tierra. Me metí en él y vi que la pared del fondo no estaba finalizada tal y como había creído en un primer momento, sino que tenía un agujero que la ocupaba casi en su totalidad por el cual podía caber una persona agachada. El agujero era enormemente oscuro, la luz que bajaba del sótano a través la obertura no era suficiente para conocer su profundidad, así que volví a subir para buscar una linterna. Cogí la mejor que encontré, el cristal era tan grande como mi mano abierta. Volví a descender por la escalera y me metí en el pequeño habitáculo para enfocar el agujero. La iluminación del faro llegaba hasta casi unos cuatro metros de largo, pero no me alcanzaba para ver el final. En un alarde de valentía decidí arrastrarme a gatas por él para ver hasta dónde llegaba y saber si tenía una salida por el otro extremo. Había pasado de una aventura ficticia a una real en pocos instantes, no me podía imaginar que algo tan emocionante me fuera a pasar, mi excitación por el descubrimiento de aquel túnel era superior a cualquier suceso de mis fantasías. En ese momento recordé y comprendí la frase que tan a menudo me decía mi padre, “en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción”.

Antes de introducirme en el túnel observé que no hubiera gusanos o arañas en los alrededores, ya que ambos me producían bastante rechazo. Tan solo vi unas hormigas cerca de la entrada, cosa que no me preocupó porque aquellos pequeños insectos me resultaban muy simpáticos, con sus colonias y sus interminables filas. Sin pensármelo más me metí en el agujero poco a poco con la linterna en mi mano derecha, empujado por la pasión que el momento llevaba consigo.

La tierra que palpaba era algo húmeda pero no parecía llegar a estar mojada. Todo el camino era uniforme, exactamente del mismo tamaño y perfectamente recto, como si hubiera sido creado por algún tipo de máquina. Fui avanzando todo lo rápido que me permitía el gateo, me giré una primera vez para comprobar la distancia recorrida y vi que la entrada era tan solo un diminuto punto en la lejanía del tamaño de un guisante, pese a que en el otro extremo todavía no se veía nada. La segunda vez que miré el camino recorrido tan solo vi oscuridad a mis espaldas, la misma que había hacia adelante, lo cual no fue mucho de mi agrado. Pero la adrenalina del momento me venció y decidí seguir avanzando. A los pocos metros el faro que llevaba conmigo se apagó de repente, me detuve asustado quedándome bajo una negrura absoluta. Me resultó muy extraño porque la luz en todo momento había estado alumbrando con alta intensidad y no había reducido la luminiscencia antes de apagarse del todo, tal y como suele pasar cuando se empiezan a gastar las pilas. Aunque la situación era algo complicada y ciertos temores comenzaban a asolarme, seguí hacia adelante. Nunca había sido un niño con miedo a la oscuridad ni a los espacios reducidos, por las noches me costaba dormirme si veía alguna luz, y cuando jugaba al escondite en casa mi lugar favorito para ocultarme era un baúl de mi habitación o debajo de la cama. Mis miedos venían de lo que me pudiera encontrar más adelante en aquel desconocido agujero. Pero finalmente vislumbré un punto de luz situado en línea recta que poco a poco se fue haciendo cada vez más grande según mi avance.

Cuando la abertura del fondo ya era del tamaño de una pelota de golf pude reconocer al otro lado el color verde, el cual se fue difuminando lentamente con un blanco grisáceo. Conforme se hacía más grande empecé a reconocer varias figuras, hojas, ramas, un tronco al fondo… era un parque. Salí del agujero y observe a mi alrededor, nunca había visto ese lugar, ni siquiera recordaba que hubiera ningún parque cerca de casa de la tía Adela. Me sorprendió la suave temperatura que se respiraba, mientras una agradable brisa rozaba mi rostro las hojas de los árboles se movían como bailarinas danzando al compás la música. Esa misma mañana había salido a comprar con mi tía y el bochorno era insufrible, en cambio ahora me encontraba con un grato clima nada más salir de ese túnel.

Me puse en alerta cuando, caminando en la dirección opuesta a la que había llegado, no encontré la casa de mi tía, ni siquiera había ni una sola casa, todo lo que vi a mi alrededor eran campos. Me hallaba realmente desconcertado sobre lo que estaba sucediendo, no podía reconocer nada de lo que veía, era como si hubiera salido en otra parte del mundo. No encontré ningún sentido a que tras un recorrido a través del túnel relativamente corto me hallara tan alejado del lugar de dónde había partido. Decidí concluir la excursión y me metí nuevamente en el túnel, ya volvería a investigar aquel lugar en otro momento. Pero a los dos metros de haberme adentrado de nuevo en él, la incertidumbre se convirtió en una agobiante sensación de inquietud.

Había fin. Una pared acababa con el camino de vuelta hacia el sótano de la tía Adela, consiguiendo que me entraran ganas de llorar debido a la mezcla de preocupación y miedo que se empezaba a cernir sobre mí. No podía ser cierto, acababa de pasar por allí instantes antes. Comenzaba a sentirme perdido, confuso, solo, no lograba comprender lo que estaba viviendo.

Pese a mi desorientación pude distinguir un camino que rodeaba al parque, me dirigí hacia él con la esperanza de encontrar un lugar conocido, o una solución a una situación que tenía atisbos de convertirse en pesadilla.

Anduve durante unos veinte minutos por el camino de cemento, el cual lucía descuidado y resquebrajado por el paso del tiempo. Tras superar una colina que finalizaba el parque, atisbé unas desconocidas construcciones situadas a la izquierda del camino, semejantes a una especie de poblado. Al otro lado una llanura repleta de campos de cultivo se alejaba en el horizonte. El camino tenía un desvío hacia su izquierda que presumiblemente llevaba al poblado. Lo seguí pensando que allí encontraría a gente que pudiera guiarme hasta casa de mi tía, o que al menos pudieran dar voz de mi pérdida.

A la entrada del pueblo se podía observar una larga fila de construcciones de madera a ambos lados del camino, muy similares a casas de campo. Tras ellas una plaza en forma circular, presidida por una alta torre de madera al fondo, elevó mi moral al ver que allí había gente, unas veinte personas. Sus atuendos eran algo dejados, una mezcla entre rurales y de época, y parecían estar comprando comida en unos tenderetes de tela situados a la derecha de la plaza en los cuales pude ver que se vendían frutas, verduras, hortalizas y gallinas. Nada más sobrepasar la entrada de la plaza una mujer con un melón en las manos se me quedó mirando boquiabierta tras lanzar un enorme suspiro, a la vez que se le caía el melón. Sus anchas caderas, el pañuelo gris en su cabeza, y un vestido largo y holgado, hacían parecer a aquella mujer probablemente más mayor de lo que era.

-¡Un muchacho de ropaje antiguo! -exclamó la señora.

No entendí tal expresión, pero sí sus vecinos, que dirigieron de inmediato su mirada hacia mí y empezaron a agruparse enfrente de mí, lo que me convirtió en el centro absoluto de atención. Yo estaba bastante nervioso y no pude articular ni una sola palabra. Un hombre alto con tirantes y camisa blanca a rayas negras le dijo a la señora algo en voz baja, inaudible desde mi posición.

-Hijo, vente conmigo -dijo la mujer acercándose a mí y alargándome su mano.

La multitud se apartó creando así un pasillo por donde aquella rechoncha señora y yo pasamos cogidos de la mano. Nos dirigimos al fondo de la plaza bajo un intenso silencio, solo alborotado por el cacareo de alguna gallina, fue un breve recorrido pero se me hizo eterno. Aquella buena mujer me llevó por un estrecho callejón situado a la izquierda del torreón, y se paró en la tercera casa que encontramos, todas ellas también de madera. Dio dos golpes en la puerta y sin esperar contestación del otro lado la abrió. Parecía una especie de tienda, pero no supe distinguir exactamente de qué. Al fondo había un mostrador, y detrás de él estaba mi tío Toni.

¡Mi tío Toni! No podía creer lo que veían mis ojos. Fui corriendo a fundirme en un abrazo con él a la vez mi tío venía hacia mí. Me eché a llorar sobre su hombro, más que por el reencuentro con mi tío, por empezar a ser consciente de que quizá no volvería a ver a mis padres ni a la tía Adela. La mujer salió del lugar cerrando la puerta tras de sí. Vi que mi tío tenía también lágrimas en sus ojos, lo cual me pareció muy extraño, ya que nunca lo había visto llorando. Se puso a hablar conmigo algo nervioso e inquieto, me dijo que era todo culpa suya, que yo no tendría que estar allí, que temía el momento de encontrarse con alguno de nosotros. Con una seriedad impropia de él me explicó que mi vida anterior había quedado atrás, y que tenía que ser valiente, estábamos atrapados en ese sitio.

Pocos días después empecé a ir a la escuela que había en el pueblo, mi tío me apuntó a todas las clases excepto a la de historia. Yo seguía sin entender muchas cosas, ni porqué me ocultaban la verdad. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué no podíamos volver a casa? No tardé mucho en descubrirlo. Un día, al volver de la escuela, vi entre los papeles de mi tío una carta relacionada con un pago al ayuntamiento. Lo que me llamó la atención no fue la carta en sí, sino la fecha que figuraba en ella, 23 de agosto de 2187. No tenía ningún sentido, ¿nos hallábamos dos cientos años en el futuro? Mi joven e inexperta mente no pudo con el peso de algo tan difícil de creer, y me negué a aceptar que nuestra vida anterior hubiera quedado atrás definitivamente. Pedí explicaciones a mi tío, y le rogué que hiciera algo para volver. Él me explicó que durante el primer año de estancia en el lugar intentó rehacer el viaje de vuelta, pero descubrió que la ciencia de aquella época ya había demostrado que se pude viajar hacia adelante en el tiempo, pero no hacia atrás.

Me aclaró también cómo había llegado hasta allí. En los sesenta mi tío trabajaba como rastreador de fuerzas desconocidas para el laboratorio nacional de estudios avanzados. Un día, casi sin querer, encontró algo que no pudo comprender en un primer momento, ciertas partículas que fluctuaban, desaparecían y volvían a aparecer. Se trataba de una pequeña brecha espacio-temporal y consiguió mediante complejas técnicas agrandarla lo suficiente para que pudiera pasar una persona agachada. Sin decírselo a nadie y consciente de que su descubrimiento era histórico, quiso ocultarlo al mundo para hacerlo solo suyo, porque sabía que si las autoridades lo descubrían le apartarían de él, por ello construyó la casa en ese mismo punto asegurándose de que quedaba oculto bajo ella. Tras varios estudios de la situación, por fin llegó el momento en que pasó por la brecha, pero lo hizo sin ser consciente de qué podría sucederle, ni de que el viaje era de no retorno. Fue el día en que desapareció. Mientras nosotros lamentábamos su pérdida mi tío hacía su vida en un mundo que años atrás había sufrido un shock tecnológico, económico y ecológico, haciendo que los seres humanos tuvieran que rehacer al completo su estilo de vida. Por lo que me explicó mi tío, todo el mundo vivía ahora del mismo modo, como aldeanos en nuestro tiempo, alejados de instrumentos electrónicos de ninguna clase y más cercanos que nunca a la naturaleza.

Veinticinco años después de mi llegada, y adaptado por completo al estilo de vida de la época, me he labrado una familia, un hogar y trabajo de carpintero, un sector muy fructífero en este período. Pero no pasa un solo día sin recordar a mi madre, a mi tía Adela, a mi padre y su insistente frase: “en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción”.

1 comentario:

  1. Me ha gustado la historia, prometo que voy a leer poco a poco los otros relatos, que siempre tengo pendientes. Y no esperaba, a pesar de conocerte, el giro futurista.

    Yo también creo que el futuro nos hará retroceder tecnológicamente, pero apuesto más por un mundo postapocalíptico.

    Sé que no es un relato totalmente autobiográfico... porque no sale un solo balón de fútbol. Por nada más. xD

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