viernes, 22 de abril de 2011

El hombre de la cueva

La húmeda cueva rezumaba vida en sus paredes. Animales rojizos siendo cazados por personajes con lanzas decoraban el lugar. Las escenas proclamaban un realismo feroz. El hombre seguía pintando más bajo la escasa luz que se colaba por la entrada. Su atuendo era básico, una pieza de piel de ciervo que cruzaba su cuerpo diagonalmente. En los pies sendos trozos del mismo material sujetados por cordeles. La sucia mata de pelo y la larga barba eran comunes en los habitantes de la zona.

Una sombra uniforme invadió la zona de trabajo, como si hubiera un eclipse solar en la pared. El hombre de la cueva se giró hacia la abertura que daba al exterior, situada a sus espaldas. Una sensación extraña lo invadió al ver algo que su mente no pudo reconocer. Era el miedo a lo desconocido. Miedo a una forma de vida extraña. De la figura que vio lo único que le resultó familiar fueron las extremidades.

Blancuzco de arriba abajo, ancho, cabeza redondeada con una parte central grisácea, aquel ente impartía cierta superioridad. Su pose indicaba que estaba allí por un fin. Era lo que asustaba al pintor, el desconocimiento de ese objetivo, y la impresión de que no sería nada bueno para él.

Su reacción fue nula, el pánico le paralizaba toda actividad. Solo conseguía mirar al ser sin poder reaccionar de ninguna manera. Su respiración se aceleraba. Esas nuevas sensaciones eran muy desagradables. Lo peor que había sentido nunca. Su vida hasta el momento había sido plácida pese a las complejidades de la época. Trabajaba mucho para subsistir y dar de comer a su mujer y sus tres hijos. Cuando tenía ratos libres pintaba, como otros miembros del grupo. Pintar le ofrecía emociones muy gratas, nunca imaginó que algo tan agradable le condujera a las impresiones tan horribles como las que estaba experimentando en ese momento. Claro, que el hombre de la cueva tampoco pensaba demasiado.

La desconocida entidad dio un paso hacia adelante. Emitió unos breves sonidos incomprensibles para el asustadizo hombre, que a su vez retrocedió, dejando patente su miedo. No había animal, por grande que fuera, que le hubiera provocado tal pavor. Cierto respeto sí, sobre todo los osos, pero nunca aquella impresión incontrolable.

La blanca figura siguió avanzando muy lentamente, con pequeños pero cada vez más incesantes pasos. De repente, a las espaldas de aquella cosa, apareció el hijo pequeño del hombre, que no llegaba a los tres años de edad. El extraño ente, al notar algo detrás de él, se giró pesadamente. El niño se lo quedó mirando boquiabierto, pasmado, con los ojos abiertos como platos. La reacción fue la misma que la del padre, se echó a temblar sin poder moverse ni un ápice.

Al observar tal inquietante escena el padre tuvo una chispa repentina de reacción. No podía permitir que le pasara nada a su hijo. Su instinto animal, el cual tenía muy desarrollado, le indicó que era el momento de actuar. Ahora o nunca. Sin tiempo que perder cogió un palo grueso apoyado en la pared que había traído consigo, y, aprovechando que estaba de espaldas, se lanzó corriendo hacia el misterioso ser con toda la potencia que pudo. Este no opuso resistencia, ni siquiera tuvo tiempo de volver a girarse. Cayó al suelo de cara, mientras el crío se apartaba de la escena, con un fuerte ruido al impactar en él. El troglodita empezó a golpear brutalmente a su adversario con la estaca, notando que aquella entidad era más débil y blanda de lo que parecía en un principio, mientras esta emitía extraños sonidos que iban en aumento conforme recibía más impactos. Repentinamente los gritos cesaron, el cavernícola se tranquilizó al ser consciente que el monstruo podría haber perdido la vida, y observó que la cabeza se había empezado a separar del resto del cuerpo. Con la madera lo empujó para confirmar la división y, para sorpresa suya, se encontró que debajo había otra cabeza. Al estar de espaldas solo pudo observar un pelo grisáceo y la nuca, lo cual hizo que se sobresaltara. Pese al extraño color y forma del cabello, algo dentro de él le decía que aquella criatura podría ser alguien semejante a ellos. Para comprobarlo mejor giró el cuerpo que yacía en el suelo. En efecto, por la parte delantera de aquella segunda cabeza parecía claro que era un ser muy parecido a ellos. Dos ojos azules abiertos de par en par dejaban evidente la ausencia de vida. Tanto por la boca, también abierta, como en varios cortes de la cara, surgía un fluido rojo que el cavernario reconoció. Era el mismo líquido que también les salía a ellos cuando sufrían alguna herida.

Poco a poco el troglodita empezó a estudiar aquel hombre que ya no le asustaba. Observó que la parte blanca del exterior era una especie de protección para lo que realmente era su cuerpo, el cual lucía atuendos en colores más llamativos. La parte que había protegido la cabeza, y que estaba ya separada del resto del individuo, constaba de una zona delantera más débil, la cual se había roto al impactar contra el suelo. En el traje exterior le llamó la atención una especie de mancha redonda de color azul cercana al brazo izquierdo. Se la quedó mirando muy de cerca. Le atraía sobre todo porque, dentro de ella, había impresos una serie de símbolos blancos que no supo descifrar. Debajo, y con menor tamaño, había muchos más misteriosos signos, en una misma línea, esta vez de color negro.

Decidió dibujar la extraordinaria escena de lo sucedido en la pared, copiando lo mejor que podía aquellas extrañas y desconocidas formas que tanto le habían impresionado.

Miles de años después el trabajo del hombre de la cueva seguía impreso en el mismo lugar. Junto a las típicas escenas de caza, arqueólogos del siglo veintiuno, hallaron algo que les dejó helados. No fue el dibujo de una especie de astronauta lo que más les impresionó, ni siquiera la palabra Nasa. Más bien la frase que pudieron deducir bajo ella. “Comandante Hamilton en misión del primer viaje en el tiempo”, decía.

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