martes, 21 de noviembre de 2017

El vigilante nocturno

Víctor se había convertido en un hombre solitario. Acomodado en ese estado tras su fallido matrimonio con Claudia, había decidido que no volvería a casarse jamás, diez años con ella y un hijo de por medio eran suficiente. A sus cincuenta años nunca había tenido las cosas tan claras. Se sentía maduro, tranquilo, relajado como nunca. El trabajo de vigilante nocturno en una lujosa galería de arte no era demasiado sacrificado y estaba bien pagado, a pesar de que nunca había sido su vocación. No tuvo a penas que pasar ni una sola prueba para conseguirlo, una suerte tras pasarse dos años en el paro. En sus tres años como vigilante no había sufrido casi ni un incidente. Tan solo un borracho que se puso a orinar cerca de la barrera de acceso a las pocas semanas de haber empezado. Además, el horario ya no era un problema, tanto él como su sueño se habían acostumbrado desde hacía tiempo a la nocturnidad. Lo que más le preocupaba a Víctor en esos días era su dichoso dolor de espalda, el cual cada vez se hacía más insoportable, y todavía le quedaban cuatro meses para la operación. Pese a todo, se negaba a coger la baja, ya que podría ser perjudicial para su puesto de trabajo ausentarse durante tanto tiempo. Lo sabía por experiencias de otros compañeros, ahora ya excompañeros. El puesto era bastante frágil. Si había aguantado el dolor incesante durante seis meses podía aguantar lo que hiciera falta, a pesar de que ya ni siquiera los calmantes le hacían efecto.

Aquella noche era oscura pero apacible, las nubes tapaban la luz de la luna, no soplaba el viento ni se oía un solo ruido en los alrededores. Aunque esto último era bastante habitual debido a que la zona, situada a las afueras de la ciudad, era extremadamente tranquila. Víctor siempre se llevaba algo que hacer, libros para leer, los apuntes de las clases de inglés para estudiar, o el portátil para ver alguna película o serie de moda. Dentro de su cabina de guardia de seguridad, colocada en la valla exterior al edificio, él era el rey.

Su mente andaba viajando por los mundos del último libro de Ken Follet, mientras la luz del flexo hacía que su visión estuviera completamente centrada en el texto, cuando oyó un sonido fuerte, muy breve pero muy cercano. Era como un ruido metálico, o como una pequeña explosión. Víctor, alertado, se levantó para observar hasta donde llegaba su campo de visión, la parcela exterior, el jardín interior y la fachada de la galería. Nada se movía, nada se oía, tranquilidad absoluta. Entonces, ¿de dónde había salido ese ruido?, se preguntó Víctor. A pesar de estar convencido de que había sido muy cercano, se acercó al museo para comprobar que todo estuviera en orden. El trayecto entre su cabina y la entrada era de tan solo treinta segundos, pero se alargó el doble de tiempo para poder revisar a la perfección todo el recorrido. No apreció nada extraño en todo él. Abrió la puerta del museo, pero allí estaba todo en orden. Como no podía ni quería dejar la entrada libre volvió a la cabina para observar si a través de los monitores veía algo fuera de lo común dentro del museo, cosa que creyó sumamente complicada ya que en ese caso habrían saltado las alarmas.

Ya de vuelta a la cabina, restando importancia a lo que había oído, empezó a observar una por una las imágenes que mostraban las siete cámaras que contenía el interior del museo sin obtener ningún tipo de resultado. Las volvió a revisar, pero en este caso repasando los últimos minutos de cada cámara, pero siguió sin ver nada. Probablemente habría sido un eco de algún sonido fuerte pero lejano que habría rebotado cerca de su posición, algo inusual pero posible. O simplemente se lo habría imaginado. Fueron las dos explicaciones que se dio Víctor a sí mismo, las cuales no le tranquilizaron por completo.

Tras volver a la normalidad continuó con la lectura del libro. Pero no pudo, había algo que no cuadraba al vigilante. No sabía exactamente qué era, pero se sentía muy extraño. Dejó el libro reposando en la pequeña mesa de la cabina, apagó la luz del flexo, miró al frente, respiró hondo… ¡la espalda! ¡Ya no le dolía! ¿De repente? ¿Después de tanto tiempo? No tenía ningún sentido, ni siquiera se había dado cuenta del momento en que el dolor cesó. Lo curioso es que no solo le había dejado de doler la espalda, sino que sentía como si ya no pesara casi noventa quilos, hasta su respiración, normalmente ronca, había mejorado. Algo extraño estaba sucediendo.

Salió del garito y respiró profundamente el olor de las flores más cercanas a él que había en el jardín. No se había dado cuenta de que olieran tanto y tan bien hasta ese momento, las sentía más presentes que nunca. A pesar de encontrarse más a gusto que de costumbre, y de que no estaba sucediendo nada plausible, sintió la necesidad de contactar con alguien. Estaba asustado, aunque tampoco tenía claro por qué. Sacó el teléfono móvil de su bolsillo derecho con la intención de llamar a su hijo, pero se lo encontró totalmente apagado. Tan solo una hora antes lo tenía cargado al máximo, y su teléfono era de los que la batería le duraba cuatro o cinco días, a diferencia de los Smartphone que se habían extendido como una plaga y donde la batería apenas duraba veinticuatro horas. En siete años no le había fallado ni una sola vez. No hubo manera de volverlo a encender, ni siquiera enchufándolo de nuevo a la corriente. Se le acudió recurrir al teléfono de emergencias, colocado en el interior de la cabina y conectado directamente con la empresa de seguridad, con el objetivo de escuchar una voz humana que le tranquilizara. Alegaría que había oído un ruido extraño, y preguntaría si tenían constancia de algún suceso por los alrededores. Pero descolgó el teléfono y, para su sorpresa, tampoco funcionaba. Era la prueba que confirmaba su sospecha de que algo raro ocurría.

En un primer momento pensó en la electricidad. Algo estaba produciendo un repentino fallo de aparatos electrónicos. Las luces que alumbraban el jardín y la entrada al museo estaban conectadas a un generador propio muy potente, quizá por eso no se habían desconectado. Pero, postrado enfrente de su garita, con cara de no comprender nada, miró hacia ella y recordó que el monitor de seguridad, el que controlaba todas las cámaras del recinto, estaba encendido. Instantáneamente se dio cuenta de que había revisado todas las cámaras excepto las de su alrededor, ¿cómo no había caído antes? Podría mirar el momento en que oyó el sonido para ver si se había detectado algo en las imágenes que sus ojos no pudieran captar.

Entró nuevamente dentro de la cabina y se sentó en la silla para controlar los mandos de las cámaras. Al estar seguro de haberse escuchado muy cerca de su posición, la primera que revisó fue la más cercana a él, situada en un poste alto detrás de la cabina en la cual se veía la entrada, la parte de la valla cercana a la entrada, un pequeño trozo del camino exterior y el habitáculo de seguridad donde se podía ver sentado tranquilamente al vigilante. Víctor retrasó el temporizador de la cámara unos quince minutos, que era el tiempo transcurrido desde que había escuchado el breve estruendo.


Todo parecía tranquilo. Se veía a sí mismo de espaldas, sentado, con el libro enfrente. Iba moviendo las páginas hacia delante de tanto en cuando. Tal y cómo esperaba todo se veía en calma. Pero Víctor observó un movimiento, una sombra acechaba al otro lado de la verja situada a unos diez metros de la cabina y colocada bajo punto muerto de luz, parecía agachada. La sombra avanzó muy rápido hacia adelante convirtiéndose en un hombre con una capucha, tejanos, y una pistola en la mano apuntando hacia la garita. Víctor, anonadado, vio como el otro Víctor, centrado en la lectura del libro y con un exceso de confianza del que no había sido consciente hasta el momento, no se daba cuenta de lo que estaba sucediendo y era disparado por ese hombre desde unos diez metros. Pese a que las cámaras no tenían micrófono y, por tanto, no se oía nada, el vigilante supo en ese preciso momento de dónde procedía el sonido que tanto le había inquietado. Era el sonido de una pistola escupiendo una bala. El disparo fue certero en la frente y su cabeza cayó hacia adelante. El cuerpo del guarda quedaba inerte mientras accedían al recinto cuatro personas más con sendas capuchas en la cabeza, que, junto al asesino, se disponían a realizar un gran robo en el museo. Fue lo que menos le importó a Víctor. Él ya no estaba allí, pertenecía a otro mundo, a otra dimensión. El mundo que hay después de la muerte. Un mundo, descubrió Víctor, basado en el último escenario de la vida.

lunes, 1 de abril de 2013

El ángel del tiempo

Noto el suelo helado en mi trasero y cómo el bordillo de la acera se me clava en la espalda. Abro los ojos sorprendido por no saber dónde estoy. La luz tenue del amanecer anuncia que el día va a ser tapado e ilumina el ambiente dándole un color gris y frío. Una roída manta marrón oscuro tapa mi cuerpo desnudo. A mi alrededor se eleva una estrecha calle de ligera subida, algo descuidada y adoquinada de forma irregular. Las casas son de tipo unifamiliar, de dos o tres pisos, blanquecinas y de tamaño desigual. Un hombre sube con ritmo lento mirando el suelo, tapado con una capa y con chistera en la cabeza, pasa por mi lado mirándome con cara de desprecio como si yo fuera un sucio desecho. Las pisadas bajo sus zapatos rebotan por toda la calle, en estos momentos vacía, y se desvanecen poco a poco mientras su dueño se aleja subiendo por el callejón.

Pese estar tapado por la manta, estoy helado. Pero no es mi única preocupación. Tardo unos instantes en ser consciente por completo de la desorientación que me embarga. No sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta allí. Empiezo a escarbar en mi memoria pero tan solo me encuentro recuerdos de mi infancia. Conozco mi nombre (Jack Douglas), mi edad (treinta y siete años), mi fecha de nacimiento (doce de noviembre del setenta y cinco), y sé que me han sucedido muchas cosas durante mi adolescencia y mi madurez como adulto, pero no las recuerdo. Es una sensación muy extraña.

Oigo como una puerta se abre a mis espaldas. Una señora entrada en años y en carnes, vestida con un faldón, un vestido blanco con delantal y algo que le cubre la cabeza, se posa y a continuación se agacha delante de mí con semblante preocupado.

-Señor, debe de estar muerto de frío -me dice-. Le he puesto una manta esta mañana cuando le he visto al salir a barrer mi portal nada más amanecer. Ha debido de perder su ropa en alguna tasca, quizá después de excederse con el vino. Si usted quiere puede pasar a mi casa que estará calentito, aquí fuera acabará enfermando. Le prepararé una sopa caliente. No se preocupe, mi marido está trabajando en la fábrica, y no creo que le importunase que ayude a un vagabundo.

Aturdido y congelado, solo puedo mover la cabeza afirmativamente. La señora, fuerte y robusta, me ayuda a ponerme en pie, siento todavía más frío al hacerlo y me noto muy débil físicamente. Aquella buena mujer, comprendiendo mi fragilidad, rodea la manta a mi cuerpo tapando todo lo posible, y me ayuda a entrar en la casa. Mi piernas andan torpes y apenas puedo aguantar mi tronco. Una agradable ola de calor me recibe al cruzar el umbral de la puerta. Entramos en la primera habitación que hay a la izquierda y la señora me deposita en una silla junto a la chimenea encendida, en lo que parece ser el salón principal. Ella sube por las escaleras, según me dice para bajarme algo de ropa. Mientras tanto me quedo observando aquella casa. Me parece extremadamente rústica, las paredes son blancas y parecen haber sido moldeadas manualmente, no hay esquinas, todo acaba en redondo. El techo es más bajo de lo habitual en cualquier casa. No hay ninguna televisión, tampoco lámparas de luz, ni siquiera veo un solo enchufe de corriente. No hay adornos, ni cuadros, tan solo una estatuilla con una cruz encima del hogar. Al fondo, una mesa de madera de roble tallada a mano, gruesa, con seis sillas alrededor del mismo material, y probablemente talladas por las mismas manos.

Más recuerdos afloran poco a poco en orden cronológico, mi primera comunión, el instituto, mi primer trabajo, la boda de mi hermano. Yo tenía veinticinco años cuando Alfred se casó con Maya. De momento no puedo ir más allá.

La buena mujer baja con ropa supuestamente de su marido, una holgada camisa de color ocre y un pantalón grisáceo con gomas en la cintura y el final de las perneras. Pese a la buena temperatura del interior de aquella casa todavía no se me ha pasado el frío, pero por no quedar mal con aquella señora que tanto está haciendo por mí, hago un esfuerzo y comienzo a vestirme. Mientras lo hago, se sienta a mi lado.

-¿Es usted un ángel? – dice la señora con un susurro de voz, como si estuviera contándome un secreto.

-No señora –respondo.

-Yo creo que lo es. Ha caído usted del cielo –contesta ella con el rostro iluminado por la ilusión.

-¡¿Qué?! –exclamo confundido por su comentario.

-Antes de salir al portal, cosa que hago cada mañana a primera hora, he mirado por la ventana y allí no había nadie. Al alejarme en dirección a la puerta, una luz azul ha salido de los cielos de nuestro Señor, y cuando la he abierto había un hombre en la acera de mi casa. Desnudo –dice la mujer con cierta inocencia.

No sé qué decir, sigo aturdido y desorientado. No puedo decirle de dónde venía y qué hacía allí porque no tengo ni idea. La mujer se levanta y me dice que me va a preparar una sopa bien caliente, que me sentará muy bien.

Continúa el goteo de recuerdos en mi cabeza, la universidad, mi mujer, mi boda, mi hija. Recuerdo el número de teléfono de mi casa y la dirección. Great Dover Street 8, Londres.

Llega mi taza con humo en la superficie indicando así su elevada temperatura. La mujer la pone encima de mis manos, ya en forma de cuenco, y la sensación de gran calidez me sabe a gloria.

-Disculpe señora -le digo ya con la sopa en mis manos-, ¿sería posible hacer una llamada?

-¿Una llamada? -responde ella con rostro de sorpresa- ¿qué quiere decir?

-Una llamada de teléfono.

-¿Tele? ¿Fono? Joven, no sé de qué me está hablando. ¿Qué es eso del tele-fono?

Si ya estoy confuso, su pregunta aún me induce más a ese estado. ¿Cómo puede no saber lo que es un teléfono? ¿Me está tomando el pelo? No lo parece. Sus ojos emanan honestidad, su expresión, sinceridad. Siento que estoy en un lugar que no me corresponde, me noto un intruso que no encaja en el puzle. Me termino la sopa, me pongo de pie, le doy las gracias a la mujer y le digo que tengo que marcharme. Necesito averiguar qué está pasando.

-Pero señor -dice ella con tono de preocupación- está usted demasiado débil para irse.

-No se preocupe, he entrado en calor y la sopa me ha dado algo de energía. Estaré bien. Gracias de nuevo, ha sido usted muy amable.

La buena mujer me acompaña hasta la puerta no sin antes ofrecerme una bolsa de tela con pan para el camino. Se la acepto de buen grado ya que tampoco llevo nada más encima que la ropa que me ha prestado.

Empiezo a andar por el callejón hacia arriba, sin tener ni idea de a dónde iría a parar. En la parte más alta la calle sufre una ligera curva a la izquierda que da a lo que parece ser una carretera principal, tras ella hay una mercado. Me quedo anonadado al ver el paisaje que se presenta ante mis ojos. Carretas tiradas por caballos recorren la vía transportando toda clase de alimentos en dirección al mercado. Carromatos llevan a hombres bien vestidos y con sombreros de copa en sentido opuesto. Es un paisaje de otra época, como si un cuadro antiguo hubiera cobrado vida. ¿Me encuentro dentro de un cuadro? ¿Dentro de un sueño? Me doy cuenta que el primer pensamiento es absurdo, pero el segundo no tanto, ya que aquello que tengo delante de mis ojos carece de sentido.

Me acerco al mercado que tengo delante cruzando la carretera. Las señoras que venden en los tenderetes me ofrecen toda clase de alimentos a cual más natural. Tras pasar por delante de todos ellos con el fin de encontrar algo familiar para poder situarme en el contexto, veo a un chico repartiendo unos panfletos rectangulares de color blanco. El niño, que parece tener unos siete u ocho años, sin articular palabra me pone en la mano uno de ellos.

-Gracias – le digo.

Una mujer situada detrás de un tenderete de tomates me hace un gesto para indicarme que el niño es mudo. Miro el papel que tenía en la mano, en el cual, con letra muy pulcra pero escrita a mano, reza el titular “Fiesta de la concordia británica”. El texto central habla de los asistentes, del alcalde y de la banda de música que tocará. En la última línea, la fecha de la celebración, “viernes catorce de marzo de 1817”.

1817. Tiene que ser un sueño. Todavía tengo muchas lagunas mentales, pero sé que he nacido en mil novecientos setenta y cinco, así como recuerdo los años ochenta, los noventa, y parte del dos mil en adelante. Pero más que un sueño parece una pesadilla, una pesadilla demasiado real. Siento que estoy perdido en un lugar al cual no pertenezco, en una época que no es la mía, y no sé cómo actuar.

Más recuerdos empiezan a brotar en mi mente como por arte de magia, nítidos como una película en alta definición. La policía llegando a mi casa con una acusación de asesinato. Según ellos, yo había matado a una antigua novia llamada Kelly Harrison que yo ni recordaba. Mi familia asustada por lo que me podría pasar, pero creyendo que en mi inocencia a pies juntillas. Recuerdo un juicio con pruebas evidentes de mi culpabilidad, mi ADN en el cuerpo de la víctima, con una coartada pobre y con testigos que me acusaban directamente. Todo parecía amañado para declararme culpable. Así fue, y la condena era de cadena perpetua. Me eché a llorar en el momento del veredicto, no entendía por qué a mí si era un hombre familiar y siempre había llevado una vida alejada de sobresaltos. Mi mundo se derrumbaba en un abrir y cerrar de ojos. Después, varios hombres trajeados me llevaron a un habitáculo adyacente al juzgado, donde me propusieron un perdón a mi condena a cambio de ser cobaya en un experimento científico. Me negué alegando mi inocencia, pero por lo visto no tenía elección.

Todos estos recuerdos hacen que mi cuerpo tiemble y un mareo sobrevenga a mi mente. Tengo que apoyarme contra la pared más cercana y sentarme en el suelo con la espalda pegada a ella, noto que se me van las fuerzas. No puede ser real.

Los recuerdos siguen apareciendo claros y contundentes. Dos de los hombres trajeados me cogieron y, a la fuerza, me metieron dentro de un coche. Me sentí aterrado, estaba convencido que me iban a matar. Cruzamos todo Londres y llegamos a una especie de centro científico privado, o al menos eso rezaba el cartel de entrada. Los hombres me metieron en uno de los edificios principales, entraron en un laboratorio y me soltaron allí, cerrando la puerta tras de mí.

Un hombre de bata blanca, gafas de pasta, pelo medio blanquecino y más o menos de mi altura se acercó a mí y me abrazó.

-Enhorabuena -me dijo-. No sabes lo afortunado que eres. Vas a pasar a la historia de la humanidad.

Me invitó a sentarme con él en una mesa pegada a la pared este de la habitación. Recuerdo que tuvimos una conversación muy larga, de unas tres o cuatro horas. Se llamaba Dustin McLoud, era escocés, y me explicó que pronto sería conocido como el inventor de los viajes en el tiempo, y que yo había sido seleccionado como el primer hombre para viajar en el tiempo por mi naturaleza, mi bondad, mi tranquilidad, y por ser un hombre muy trabajador. Había mucha gente con esas características, dije yo. Según el científico, yo era especial, sin llegar a concretarme por qué. Me dijo que habían tenido que inventar la pantomima del asesinato para poder apartarme de una manera creíble de la sociedad.

-Harás un viaje en el tiempo al pasado, a principios del siglo XIX, pero no podrás volver –dijo el científico mirándome directamente con ojos fríos como el hielo.

Tras oír eso recuerdo que mi furia se disparó, le grité al hombre que no me podían hacer eso, que yo no lo había elegido ni había cometido ningún asesinato, y que ni mucho menos pretendía pasar a la historia de la humanidad, tan solo quería estar con mi mujer y mi hija. El tal McLoud me miró con rostro impasible, pulsó un botón cercano a la mesa, los dos hombres que me habían llevado hasta ese lugar entraron de nuevo y me sujetaron a pesar de mi rabia mientras el científico me suministraba un calmante por vía intravenosa que me hizo efecto al momento.

Lo siguiente que recuerdo es que entramos en otra sala a través del laboratorio, esta era pequeña, muy oscura y al final de todo tenía una especie de semicírculo de hierro que sobresalía de la pared. Me tumbaron dentro de él. El hombre de la bata blanca se acercó y, con una jeringuilla en mano, me inyectó un líquido blancuzco en la zona abdominal. Yo, muy débil, no pude hacer nada por evitarlo.

-Cuando llegues no recordarás nada de tu vida, pero poco a poco te irá llegando toda la información. Quizá tarde minutos, quizá horas, no estamos seguros del todo, pero volverá. Es uno de los efectos del viaje en el tiempo. Otro es que la ropa no viaja, solo el tejido humano, con lo cual te encontrarás desnudo -dijo mientras duraba la inyecta-. Y no te preocupes, no estarás solo, seguiremos todos tus pasos a partir de las cinco horas de estancia, que es cuando el rastro empieza a dejar huella en el futuro.

Fueron sus últimas palabras. En un esfuerzo desesperado intenté gritar una única palabra que bajaba en cascada por mi mente. Por qué, por qué, por qué. El hombre se alejó, cerró la gruesa compuerta. Mis ojos se cerraron, mi mente se nubló.

Me siento aterrado tras acordarme de todo. Aterrado, dolido, cabreado, impotente. Me han manipulado, me han arrebatado mi vida para utilizarme de cobaya. No me importaba la historia de la humanidad si el precio es quitarme a mis seres queridos, a mi vida, y no estoy dispuesto a pagarlo. Pero ya es tarde, ahora estoy en el pasado y no puedo regresar. Lo único que me queda es volver ser dueño de mí destino impidiendo que se salgan con la suya…


Instituto de ciencia y tecnología avanzada de Londres, 14 de marzo de 2013.

Los científicos observaban horrorizados el monitor principal. Jack Douglas, primer sujeto de pruebas sobre la psicología del viaje en el tiempo, se acababa de suicidar. El falso viaje en el tiempo había causado estragos imprevistos en el buen hombre. A través del resto de monitores se podía observar a los actores alrededor de Jack, vestidos todos con ropajes clásicos del siglo XIX, atónitos ante lo que acababan de ver, algunos sollozando, otros con las manos en la cabeza. Nadie daba crédito a lo que había sucedido.

Tras mostrarse estresado al descubrir el año en el que estaba y caer medio desplomado apoyándose en una pared, el hombre, en un repentino arrebato de ira, había cogido un cuchillo del tenderete más cercano a él y se había degollado. Nadie se esperaba ese golpe de efecto, el plan era que permaneciera en el supuesto pasado varios años, adaptándose a la vida de la época con el objetivo de estudiar las consecuencias psicológicas de convivir en otro tiempo para un hombre común. Habían montado un escenario de miles de kilómetros cuadrados, recreando cada detalle de la Londres del siglo XIX, gastándose miles de millones de libras tras el plan trazado conjuntamente entre gobierno y científicos, habían preparado a actores para vivir un largo tiempo alejados de sus hogares, y para que permanecieran cautos con el fin de que el protagonista no saliera de los límites del escenario. Sería como un show de Truman con propósito científico. Todo se había parado en seco en el momento en que Jack Douglas se había rebanado el cuello a sangre fría.

Jack había sido escogido para la prueba por su característica de hombre crédulo e inocente, era el sujeto perfecto para creer que de verdad había viajado al pasado. No se equivocaron, pero descuidaron otros aspectos más importantes.

La ciencia había avanzado a pasos tan agigantados que los viajes en el tiempo estaban demasiado cerca de convertirse en una realidad, pero antes de ello los científicos tenían que estudiar cuáles eran sus efectos psicológicos en los viajeros, ya que el peligro de un viaje al pasado podría ser extremadamente peligroso para la propia humanidad y todo tenía que ser estudiado al milímetro.

El proyecto, conocido como “El ángel del tiempo”, tan solo sería el primer paso en el escabroso camino que la humanidad estaba iniciando. Un camino que cambiaría la historia.

sábado, 28 de enero de 2012

La desaparición del tío Toni

El sótano de la tía Adela tenía el suelo de láminas de madera oscura y chirriaba en algunas zonas al pisar debido a la antigüedad de aquella casa, hecha por el marido de mi tía a finales de los años sesenta. Pese a que no se dedicaba a la construcción, mi tío Toni era un hombre muy trabajador y, además de hacer el plano de la casa, ayudó a levantarla. Todos en la familia lo queríamos mucho, no solo por lo feliz que hacía a la tía Adela, sino por lo bueno que era con todos nosotros. Hasta que un día, de repente, desapareció. Y lo hizo sin dejar ningún tipo de rastro.

Los veranos en casa de la tía Adela eran muy especiales. Mis padres me dejaban allí varias semanas mientras ellos disfrutaban de unas vacaciones alejados de la vida rutinaria, y lo hicieron desde que mi tía se quedó sola, así, ya de paso, la hacía compañía, lo cual ella agradecía mucho. Durante esos días me pasaba horas y horas encerrado en el sótano jugando a vaqueros, astronautas, detectives, policías, y toda clase de aventuras que mi mente podía llegar a imaginar. Aquel lugar bajo la casa me resultaba muy confortable gracias a la frescura que se respiraba en días tan calurosos y en contraste con el exterior. Mientras el resto de niños salían a la calle a jugar empapando de sudor sus ropas, yo permanecía seco y fresco durante toda la tarde. Eso, y la falta de sociabilidad a mis diez años, hacían que aquel sótano me diera exactamente lo que buscaba durante los días de vacaciones. Me gustaba estar con la tía Adela porque me dejaba libertad para campar a mis anchas, siempre pensé que me veía como al hijo que nunca pudo tener. Después de comer se quedaba enganchada a la novela de sobremesa y yo me iba directo al sótano a jugar. Como ella sabía que me gustaba estar allí bajo, en toda la tarde solo interrumpía mi actividad para anunciarme que había preparado la merienda. En cambio, si mis padres hubieran estado allí, me habrían obligado a salir a jugar con otros niños o habría tenido que hacer con ellos excursiones aburridas.

Mi tía Adela era la hermana mayor de mi madre. Era una buena mujer que siempre pensaba antes en el beneficio de los demás que en el suyo propio. Había sufrido mucho tras la desaparición del tío Toni, en más de una ocasión la había oído decir que era el hombre de su vida. Mi tío desapareció una tarde de otoño. La última persona en verlo fue su vecino, el jubilado señor Leopoldo, que lo saludó aquella misma tarde mientras entraba en casa. Eso era lo curioso del caso, mi tío se había esfumado dentro de su propio hogar. En cuanto nos llegó la noticia ese mismo día, mis padres se marcharon hacia el pueblo donde vivían mis tíos para ayudar en la búsqueda de mi tío desparecido. No pudieron encontrarlo, pero dos años después yo mismo descubrí dónde estaba.

Aquella calurosa tarde veraniega de mil novecientos ochenta y siete acababa de merendar y continuaba mi andadura como protagonista de una serie de policías. La pistola de juguete que mis abuelos me habían regalado las navidades pasadas estaba ejerciendo su mejor papel. En un momento de la aventura, me tiro al suelo detrás del sofá verde lima, situado a la derecha de la entrada del sótano, y noto que una de las tablas pegadas a la pared está algo salida. Preocupado por si había sido culpa mía, intento colocarla bien, cuando me doy cuenta de que bajo la tabla hay un vacío. Picado por la curiosidad decido sacar la tabla del todo para ver qué hay debajo. Mi sorpresa fue mayúscula al ver que, clavada a la pared de tierra, había una escalera de madera de roble. Mi curiosidad creció exponencialmente y no tuve más elección que levantar el resto de tablillas del suelo situadas encima de la escalera para bajar por ella. Ya me preocuparía después de volverlas a colocar para que nadie supiera que allí no había pasado nada.

Mientras bajaba los ocho peldaños y sentía el frescor y la humedad que se palpaban allí debajo, observé a mis espaldas un entrante de un metro de alto por dos de hondo cavado en la tierra. Me metí en él y vi que la pared del fondo no estaba finalizada tal y como había creído en un primer momento, sino que tenía un agujero que la ocupaba casi en su totalidad por el cual podía caber una persona agachada. El agujero era enormemente oscuro, la luz que bajaba del sótano a través la obertura no era suficiente para conocer su profundidad, así que volví a subir para buscar una linterna. Cogí la mejor que encontré, el cristal era tan grande como mi mano abierta. Volví a descender por la escalera y me metí en el pequeño habitáculo para enfocar el agujero. La iluminación del faro llegaba hasta casi unos cuatro metros de largo, pero no me alcanzaba para ver el final. En un alarde de valentía decidí arrastrarme a gatas por él para ver hasta dónde llegaba y saber si tenía una salida por el otro extremo. Había pasado de una aventura ficticia a una real en pocos instantes, no me podía imaginar que algo tan emocionante me fuera a pasar, mi excitación por el descubrimiento de aquel túnel era superior a cualquier suceso de mis fantasías. En ese momento recordé y comprendí la frase que tan a menudo me decía mi padre, “en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción”.

Antes de introducirme en el túnel observé que no hubiera gusanos o arañas en los alrededores, ya que ambos me producían bastante rechazo. Tan solo vi unas hormigas cerca de la entrada, cosa que no me preocupó porque aquellos pequeños insectos me resultaban muy simpáticos, con sus colonias y sus interminables filas. Sin pensármelo más me metí en el agujero poco a poco con la linterna en mi mano derecha, empujado por la pasión que el momento llevaba consigo.

La tierra que palpaba era algo húmeda pero no parecía llegar a estar mojada. Todo el camino era uniforme, exactamente del mismo tamaño y perfectamente recto, como si hubiera sido creado por algún tipo de máquina. Fui avanzando todo lo rápido que me permitía el gateo, me giré una primera vez para comprobar la distancia recorrida y vi que la entrada era tan solo un diminuto punto en la lejanía del tamaño de un guisante, pese a que en el otro extremo todavía no se veía nada. La segunda vez que miré el camino recorrido tan solo vi oscuridad a mis espaldas, la misma que había hacia adelante, lo cual no fue mucho de mi agrado. Pero la adrenalina del momento me venció y decidí seguir avanzando. A los pocos metros el faro que llevaba conmigo se apagó de repente, me detuve asustado quedándome bajo una negrura absoluta. Me resultó muy extraño porque la luz en todo momento había estado alumbrando con alta intensidad y no había reducido la luminiscencia antes de apagarse del todo, tal y como suele pasar cuando se empiezan a gastar las pilas. Aunque la situación era algo complicada y ciertos temores comenzaban a asolarme, seguí hacia adelante. Nunca había sido un niño con miedo a la oscuridad ni a los espacios reducidos, por las noches me costaba dormirme si veía alguna luz, y cuando jugaba al escondite en casa mi lugar favorito para ocultarme era un baúl de mi habitación o debajo de la cama. Mis miedos venían de lo que me pudiera encontrar más adelante en aquel desconocido agujero. Pero finalmente vislumbré un punto de luz situado en línea recta que poco a poco se fue haciendo cada vez más grande según mi avance.

Cuando la abertura del fondo ya era del tamaño de una pelota de golf pude reconocer al otro lado el color verde, el cual se fue difuminando lentamente con un blanco grisáceo. Conforme se hacía más grande empecé a reconocer varias figuras, hojas, ramas, un tronco al fondo… era un parque. Salí del agujero y observe a mi alrededor, nunca había visto ese lugar, ni siquiera recordaba que hubiera ningún parque cerca de casa de la tía Adela. Me sorprendió la suave temperatura que se respiraba, mientras una agradable brisa rozaba mi rostro las hojas de los árboles se movían como bailarinas danzando al compás la música. Esa misma mañana había salido a comprar con mi tía y el bochorno era insufrible, en cambio ahora me encontraba con un grato clima nada más salir de ese túnel.

Me puse en alerta cuando, caminando en la dirección opuesta a la que había llegado, no encontré la casa de mi tía, ni siquiera había ni una sola casa, todo lo que vi a mi alrededor eran campos. Me hallaba realmente desconcertado sobre lo que estaba sucediendo, no podía reconocer nada de lo que veía, era como si hubiera salido en otra parte del mundo. No encontré ningún sentido a que tras un recorrido a través del túnel relativamente corto me hallara tan alejado del lugar de dónde había partido. Decidí concluir la excursión y me metí nuevamente en el túnel, ya volvería a investigar aquel lugar en otro momento. Pero a los dos metros de haberme adentrado de nuevo en él, la incertidumbre se convirtió en una agobiante sensación de inquietud.

Había fin. Una pared acababa con el camino de vuelta hacia el sótano de la tía Adela, consiguiendo que me entraran ganas de llorar debido a la mezcla de preocupación y miedo que se empezaba a cernir sobre mí. No podía ser cierto, acababa de pasar por allí instantes antes. Comenzaba a sentirme perdido, confuso, solo, no lograba comprender lo que estaba viviendo.

Pese a mi desorientación pude distinguir un camino que rodeaba al parque, me dirigí hacia él con la esperanza de encontrar un lugar conocido, o una solución a una situación que tenía atisbos de convertirse en pesadilla.

Anduve durante unos veinte minutos por el camino de cemento, el cual lucía descuidado y resquebrajado por el paso del tiempo. Tras superar una colina que finalizaba el parque, atisbé unas desconocidas construcciones situadas a la izquierda del camino, semejantes a una especie de poblado. Al otro lado una llanura repleta de campos de cultivo se alejaba en el horizonte. El camino tenía un desvío hacia su izquierda que presumiblemente llevaba al poblado. Lo seguí pensando que allí encontraría a gente que pudiera guiarme hasta casa de mi tía, o que al menos pudieran dar voz de mi pérdida.

A la entrada del pueblo se podía observar una larga fila de construcciones de madera a ambos lados del camino, muy similares a casas de campo. Tras ellas una plaza en forma circular, presidida por una alta torre de madera al fondo, elevó mi moral al ver que allí había gente, unas veinte personas. Sus atuendos eran algo dejados, una mezcla entre rurales y de época, y parecían estar comprando comida en unos tenderetes de tela situados a la derecha de la plaza en los cuales pude ver que se vendían frutas, verduras, hortalizas y gallinas. Nada más sobrepasar la entrada de la plaza una mujer con un melón en las manos se me quedó mirando boquiabierta tras lanzar un enorme suspiro, a la vez que se le caía el melón. Sus anchas caderas, el pañuelo gris en su cabeza, y un vestido largo y holgado, hacían parecer a aquella mujer probablemente más mayor de lo que era.

-¡Un muchacho de ropaje antiguo! -exclamó la señora.

No entendí tal expresión, pero sí sus vecinos, que dirigieron de inmediato su mirada hacia mí y empezaron a agruparse enfrente de mí, lo que me convirtió en el centro absoluto de atención. Yo estaba bastante nervioso y no pude articular ni una sola palabra. Un hombre alto con tirantes y camisa blanca a rayas negras le dijo a la señora algo en voz baja, inaudible desde mi posición.

-Hijo, vente conmigo -dijo la mujer acercándose a mí y alargándome su mano.

La multitud se apartó creando así un pasillo por donde aquella rechoncha señora y yo pasamos cogidos de la mano. Nos dirigimos al fondo de la plaza bajo un intenso silencio, solo alborotado por el cacareo de alguna gallina, fue un breve recorrido pero se me hizo eterno. Aquella buena mujer me llevó por un estrecho callejón situado a la izquierda del torreón, y se paró en la tercera casa que encontramos, todas ellas también de madera. Dio dos golpes en la puerta y sin esperar contestación del otro lado la abrió. Parecía una especie de tienda, pero no supe distinguir exactamente de qué. Al fondo había un mostrador, y detrás de él estaba mi tío Toni.

¡Mi tío Toni! No podía creer lo que veían mis ojos. Fui corriendo a fundirme en un abrazo con él a la vez mi tío venía hacia mí. Me eché a llorar sobre su hombro, más que por el reencuentro con mi tío, por empezar a ser consciente de que quizá no volvería a ver a mis padres ni a la tía Adela. La mujer salió del lugar cerrando la puerta tras de sí. Vi que mi tío tenía también lágrimas en sus ojos, lo cual me pareció muy extraño, ya que nunca lo había visto llorando. Se puso a hablar conmigo algo nervioso e inquieto, me dijo que era todo culpa suya, que yo no tendría que estar allí, que temía el momento de encontrarse con alguno de nosotros. Con una seriedad impropia de él me explicó que mi vida anterior había quedado atrás, y que tenía que ser valiente, estábamos atrapados en ese sitio.

Pocos días después empecé a ir a la escuela que había en el pueblo, mi tío me apuntó a todas las clases excepto a la de historia. Yo seguía sin entender muchas cosas, ni porqué me ocultaban la verdad. ¿Dónde estábamos? ¿Por qué no podíamos volver a casa? No tardé mucho en descubrirlo. Un día, al volver de la escuela, vi entre los papeles de mi tío una carta relacionada con un pago al ayuntamiento. Lo que me llamó la atención no fue la carta en sí, sino la fecha que figuraba en ella, 23 de agosto de 2187. No tenía ningún sentido, ¿nos hallábamos dos cientos años en el futuro? Mi joven e inexperta mente no pudo con el peso de algo tan difícil de creer, y me negué a aceptar que nuestra vida anterior hubiera quedado atrás definitivamente. Pedí explicaciones a mi tío, y le rogué que hiciera algo para volver. Él me explicó que durante el primer año de estancia en el lugar intentó rehacer el viaje de vuelta, pero descubrió que la ciencia de aquella época ya había demostrado que se pude viajar hacia adelante en el tiempo, pero no hacia atrás.

Me aclaró también cómo había llegado hasta allí. En los sesenta mi tío trabajaba como rastreador de fuerzas desconocidas para el laboratorio nacional de estudios avanzados. Un día, casi sin querer, encontró algo que no pudo comprender en un primer momento, ciertas partículas que fluctuaban, desaparecían y volvían a aparecer. Se trataba de una pequeña brecha espacio-temporal y consiguió mediante complejas técnicas agrandarla lo suficiente para que pudiera pasar una persona agachada. Sin decírselo a nadie y consciente de que su descubrimiento era histórico, quiso ocultarlo al mundo para hacerlo solo suyo, porque sabía que si las autoridades lo descubrían le apartarían de él, por ello construyó la casa en ese mismo punto asegurándose de que quedaba oculto bajo ella. Tras varios estudios de la situación, por fin llegó el momento en que pasó por la brecha, pero lo hizo sin ser consciente de qué podría sucederle, ni de que el viaje era de no retorno. Fue el día en que desapareció. Mientras nosotros lamentábamos su pérdida mi tío hacía su vida en un mundo que años atrás había sufrido un shock tecnológico, económico y ecológico, haciendo que los seres humanos tuvieran que rehacer al completo su estilo de vida. Por lo que me explicó mi tío, todo el mundo vivía ahora del mismo modo, como aldeanos en nuestro tiempo, alejados de instrumentos electrónicos de ninguna clase y más cercanos que nunca a la naturaleza.

Veinticinco años después de mi llegada, y adaptado por completo al estilo de vida de la época, me he labrado una familia, un hogar y trabajo de carpintero, un sector muy fructífero en este período. Pero no pasa un solo día sin recordar a mi madre, a mi tía Adela, a mi padre y su insistente frase: “en muchas ocasiones la realidad supera a la ficción”.

sábado, 27 de agosto de 2011

La prueba

Una intensa lluvia arreciaba sobre el frondoso bosque nublado mientras corría para salvaguardarme de ella. Sin apenas creer lo que veían mis ojos, me dirigí hacia la cabaña de madera que había aparecido de repente, como por arte de magia, en un pequeño descampado aislado de los gigantes árboles que lo rodeaban.

Abrí la puerta y me encontré toda clase de lujos. La chimenea estaba encendida produciendo una agradable temperatura en el interior. En el centro de la sala principal había una larga mesa para unas doce personas repleta de alimentos. Curiosamente estaban exactamente los que a mí más me gustaban: quesos de todo tipo, un gran plato de espaguetis, varias hamburguesas, cervezas, embutidos, frutas, y, justo en el centro, un irresistible pastel de chocolate. Después de pasar un año totalmente solo en aquel misterioso lugar ya no sabía distinguir si lo que estaba viendo formaba parte de mi locura o si alguien lo había dejado allí para mí.

Precisamente ese día se cumplía un año de mi desaparición. O de mi aparición en aquel sitio, según se mire. Lo supe gracias al pequeño calendario de mano que siempre llevaba conmigo con el cual marcaba cada día que pasaba. El último vago y lejano recuerdo que tenía antes de llegar a ese funesto lugar era haber recorrido los pasillos de un hospital tumbado en una camilla, viendo como pasaban los fluorescentes del techo a toda velocidad, aunque desconocía el por qué. Pasado no sé exactamente cuánto tiempo noté mi espalda apoyada en tierra blanda y un fuerte olor a hierba mojada. Nada más abrir los ojos y ver a lo alto largas ramas con unas grandes hojas verdosas, empecé a oír diferentes cantares de pájaros y, a lo lejos, lo que parecía el ruido de un caudal de agua en movimiento. El viento fresco rozando mi piel fue la prueba definitiva para saber que me encontraba al aire libre.

Pero de eso ya hace doce meses. Doce meses sin ver a un solo ser humano. Doce meses sin comunicarme con nadie. Doce meses sobreviviendo en aquella maldita jungla.

Por fin una pequeña alegría. Tanto tiempo alimentándome como buenamente podía, a base de hierbajos e insectos para subsistir, me hacía disfrutar aquella comida como si fuera un auténtico orgasmo.

Mientras saciaba mi enorme apetito y mi gula, fui observando la pequeña casa. Toda construida en madera, con la chimenea situada a la izquierda de la entrada, y una pequeña ventana enfrente de la puerta, había algo que me resultaba familiar. La pared situada al otro extremo de la chimenea daba a una habitación, que cuando me paré a observarla reconocí en seguida. Era la cabaña de campo de mi tía Agatha, donde acudía con mis padres y mis hermanos durante muchos veranos de mi infancia. Era una prueba de que lo que estaba viendo y comiendo no podía ser real.

No me gustó la idea. Dejé en la mesa el trozo de queso que estaba engullendo y me levanté en dirección a la puerta de salida. La lluvia había cesado.

Hasta entonces no había tenido tan claro que la situación en la que me encontraba no tenía ningún sentido. No era lógico llegar de repente a un lugar alejado de la humanidad, ni que surgiera una cabaña de la nada repleta de comida, y menos aún que aquel lugar no tuviera salida. Me pasé los cuatro primeros meses de mi estancia buscando desesperadamente escapar por tierra o mar. Corría y andaba durante largas horas y lo único que me encontraba por el camino era bosque y más bosque. Ni siquiera conseguí encontrarme un solo animal salvaje. Había árboles, plantas variadas, tierra mojada, arbustos, algunas flores y poco más. Lo más inquietante de todo era que se repetían. Siempre los mismos árboles, las mismas plantas, los mismos arbustos… En una ocasión me propuse andar en línea recta, porque pensaba que no hacía más que dar vueltas sin sentido. Con una brújula que, de improvisto, me encontré en el bolsillo de mi pantalón, caminé orientado hacia el norte, dejando a lo largo de la senda recorrida marcas para confirmar que por allí ya había pasado. Como imaginé, unas seis horas después, y para desesperación mía, me topé con el punto de partida y la primera marca que había dejado. Se me ocurrió probar de seguir la corriente del río, pero acababa en la misma cascada inicial. Aquel espacio era un infernal bucle.

Cientos de veces me preguntaba dónde estaba y cómo había llegado a esa circunstancia tan irracional, sin poder hallar la respuesta. Una cosa tenía clara, estaba vivo. Me basaba en mi instinto de supervivencia y en que en alguna ocasión mi vida había corrido verdadero peligro, como cuando me puse enfermo por comer setas venenosas. Estuve varias semanas bastante mal, con fiebres y vómitos, pero por fortuna me recuperé. También tuve mucha suerte tras un fuerte impacto que sufrí en la cabeza al caerme de un pequeño acantilado, a consecuencia del cual se me abrió una brecha en la cabeza de la que emanó bastante sangre. Conseguí tapármela y cicatrizó, aunque estuve algunos días muy débil. Afortunadamente, sobreviví.

Tras salir de la cabaña me dirigí hacia el río con la intención de alejarme lo máximo posible de algo tan fantasmagórico. Me senté en la orilla para contemplar la claridad del agua y escuchar el dulce sonido que emitía al chocar suavemente contra las piedras y la tierra firme. Era un ritual que frecuentaba en las ocasiones en que mis nervios afloraban en mayor o menor grado, ya que me relajaba considerablemente. Instantes después observé que una alargada sombra iba cubriendo parte de la zona situada delante de mí. Una sombra antropomorfa. Llevaba tanto tiempo solo en aquella selva que había perdido toda esperanza de encontrar vida humana. Hacerlo me hizo entrar un miedo insano. Me puse de pie lentamente, y, cuando ya me había erguido del todo, vi que la figura cesaba en su avance. Con la misma lentitud, y toda la valentía que pude, me giré para poder verla. Era un hombre de mediana edad, más o menos de mi estatura, con la barba morena poblada y el pelo largo. Estaba tan delgado que parecía sufrir de inanición. Sus grandes ojos marrones me miraban atentamente.

-Hola -dijo el espigado hombre.

-Hola -hacía tanto que no hablaba que casi no pude reconocer ni mi propia voz. Sufría una ronquera importante, lo cual me obligó a aclararme la garganta todo lo que pude.

-Tu estancia ha finalizado satisfactoriamente. Debes acompañarme -su tono de voz era muy tranquilo.

-¿Quién eres? ¿Qué es este lugar? -pregunté casi con desánimo.

-Este lugar es una fase, yo soy quien te guiará hacia la siguiente.

-¿Fase? ¿Qué fase? -dije anonadado.

-¿Nunca has querido saber qué hay antes de nacer? -Su pregunta me hizo palidecer.

-No. Siempre me he preguntado qué hay después de morir -mi tono de voz iba descendiendo, no por la falta de conversación, sino por la sensación de angustia que empezaba a implantarse en mí.

-Después de la muerte no hay nada, existe un vacío espacio-temporal imposible de asumir y de comprender por una inteligencia viva, pero es así.

-¿Entonces estoy muerto? -dije mientras me empezaban a temblar las piernas.

-Todo lo contrario -continuó el hombre con su pausado tono-. ¿Estás aquí, no? ¿Sientes y piensas, verdad? Eso implica que no puedes estar muerto.

-¿Qué eres tú? ¿Cómo sabes todo eso? -pregunté muy intrigado.

-Soy un guía. No soy de tu especie aunque puedo aparentar serlo, como puedes ver. Trabajamos en otro tipo de realidad, con lo cual no estamos en contacto con humanos.

-Ahora sí, estás en contacto conmigo.

-Bueno, en realidad ahora mismo todavía no eres humano al cien por cien -dijo dibujando una media sonrisa cálida-. Digamos que eres el paso anterior.

-¿Una alma? ¿Estoy en una especie de purgatorio?

-No. Alma y purgatorio son palabras creadas por los humanos y sus religiones, pero son algo inexistente. Esto es mucho más tangible y verídico. Incluso te podría dar una explicación científica, el problema sería que no llegarías a entenderlo, ya que la capacidad humana no se ha desarrollado tanto como para comprender algo así.

-¿Entonces qué es esto?

-Es una especie de prueba de supervivencia que se ha de superar antes de volver a nacer. De hecho es el único sitio donde se puede producir una muerte real, ya que cuando mueres como humano siempre vas a parar aquí. Si la superas vuelves a la Tierra. Aunque no creas que a todo el mundo se le representa igual. Según haya sido tu vida la prueba puede variar. Creo que a ti te han puesto en una selva porque consideraban que necesitabas aprender a desenvolverte por ti mismo.

-¿Me han puesto? ¿Quiénes?

-Los coordinadores. Aunque los humanos penséis que estáis solos, no es cierto. Estáis convencidos de que el único sitio que puede albergar vida es un planeta, y ni siquiera se os ocurre que pueda haberla en otros planos de la realidad. Y en uno de ellos hay quien organiza la estancia en la Tierra. Todo el mundo tiene alguien por encima, humanos incluidos.

-¿Y ellos han puesto la cabaña?

-No, eso te lo he puesto yo. Ya que la prueba había terminado quería que comieras un poco antes de partir.

-¿Partir a dónde?

-A un útero.

-¡¿Qué?!

-Ya sabes, lo que llamáis “el milagro de la vida”. En realidad no es ningún milagro, somos nosotros que enviamos a alguien. Lo único que hacéis los humanos es crear el cuerpo físicamente, pero no la vida.

-Es difícil comprender y creer todo lo que me estás explicando -dije con sinceridad.

-Lo sé, pero eso no tiene ninguna importancia porque, como imaginarás, en el proceso de envío al útero la memoria se pierde, lo que significa que no recordarás nada de esto ni de tu vida anterior. No te preocupes, porque el viaje es totalmente plácido e infalible, nunca en toda la historia ha habido un solo error.

Mi evidente estado de shock no me permitía pensar con suficiente claridad para ser realmente consciente de todo lo que me estaba explicando aquel ser. Parecía más bien estar dentro de un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. Sin decirme nada más me hizo un gesto con su mano con intención de que yo le siguiera. Así lo hice y, tras recorrer una senda que no había visto antes, llegamos a una doble puerta de madera adosada a la roca de dimensiones enormes, la cual, por supuesto, tampoco estaba allí hasta ese momento. Tendría unos cinco metros de altura y tres de anchura. Me quedé unos instantes contemplando aquella construcción, hasta que, poco a poco, empezaron a abrirse las puertas emitiendo un enorme ruido.

Tras ellas, una gran oscuridad infundía respeto. Un halo de frío helado salía del interior, incluso se podía vislumbrar humo gélido en el umbral al topar con la luz exterior.

-Debes cruzar este portal -dijo él.

Sin abrir la boca, miré al hombre a los ojos y me dejé llevar. Caminé lenta pero decididamente en línea recta, en dirección a la negrura helada. El frío cada vez era más intenso, iba penetrando en mis huesos inyectándome un agudo dolor.

Crucé y avancé un poco. Las puertas tras de mí se cerraron. La temperatura era glacial, insana. La oscuridad, absoluta. Me detuve...

Casi sin darme cuenta había dejado de sentir mi cuerpo. Me había convertido en una forma mental, alejado de lo material. La sensación era mucho más agradable de lo que se podría esperar, no solo por saber que no podía sentir dolor físico, sino también porque albergaba una gran paz interior. El miedo inicial había desaparecido por completo.

Pasaron algunas horas cuando volví a notar que tenía cuerpo, pero no era el mismo de antes. Era uniforme, redondeado y muy pequeño. Sentí como aumentaba de tamaño más rápido de lo previsto, debido a que el tiempo transcurría de una forma diferente en aquel estado. Estaba protegido por una especia de membrana oval, y me llegaba alimento a través un conducto directo a mi estómago, supuse que sería el cordón umbilical. En efecto, era un feto dentro de un vientre materno. Pero algo iba mal. Había una parte de mí que no había cambiado. Era una parte poco conectada al cuerpo, pero estaba allí. Pensaba, sentía, conocía, recordaba. Seguía manteniendo mi consciencia, mis recuerdos, mi yo… nada de mi mente se había borrado. Recordé que el hombre de barba que me había guiado hasta la puerta me había dicho que mi mente se borraría, y que nunca en la historia se había producido un solo error. Yo fui el primero.

Y entonces, nací.

viernes, 22 de abril de 2011

El hombre de la cueva

La húmeda cueva rezumaba vida en sus paredes. Animales rojizos siendo cazados por personajes con lanzas decoraban el lugar. Las escenas proclamaban un realismo feroz. El hombre seguía pintando más bajo la escasa luz que se colaba por la entrada. Su atuendo era básico, una pieza de piel de ciervo que cruzaba su cuerpo diagonalmente. En los pies sendos trozos del mismo material sujetados por cordeles. La sucia mata de pelo y la larga barba eran comunes en los habitantes de la zona.

Una sombra uniforme invadió la zona de trabajo, como si hubiera un eclipse solar en la pared. El hombre de la cueva se giró hacia la abertura que daba al exterior, situada a sus espaldas. Una sensación extraña lo invadió al ver algo que su mente no pudo reconocer. Era el miedo a lo desconocido. Miedo a una forma de vida extraña. De la figura que vio lo único que le resultó familiar fueron las extremidades.

Blancuzco de arriba abajo, ancho, cabeza redondeada con una parte central grisácea, aquel ente impartía cierta superioridad. Su pose indicaba que estaba allí por un fin. Era lo que asustaba al pintor, el desconocimiento de ese objetivo, y la impresión de que no sería nada bueno para él.

Su reacción fue nula, el pánico le paralizaba toda actividad. Solo conseguía mirar al ser sin poder reaccionar de ninguna manera. Su respiración se aceleraba. Esas nuevas sensaciones eran muy desagradables. Lo peor que había sentido nunca. Su vida hasta el momento había sido plácida pese a las complejidades de la época. Trabajaba mucho para subsistir y dar de comer a su mujer y sus tres hijos. Cuando tenía ratos libres pintaba, como otros miembros del grupo. Pintar le ofrecía emociones muy gratas, nunca imaginó que algo tan agradable le condujera a las impresiones tan horribles como las que estaba experimentando en ese momento. Claro, que el hombre de la cueva tampoco pensaba demasiado.

La desconocida entidad dio un paso hacia adelante. Emitió unos breves sonidos incomprensibles para el asustadizo hombre, que a su vez retrocedió, dejando patente su miedo. No había animal, por grande que fuera, que le hubiera provocado tal pavor. Cierto respeto sí, sobre todo los osos, pero nunca aquella impresión incontrolable.

La blanca figura siguió avanzando muy lentamente, con pequeños pero cada vez más incesantes pasos. De repente, a las espaldas de aquella cosa, apareció el hijo pequeño del hombre, que no llegaba a los tres años de edad. El extraño ente, al notar algo detrás de él, se giró pesadamente. El niño se lo quedó mirando boquiabierto, pasmado, con los ojos abiertos como platos. La reacción fue la misma que la del padre, se echó a temblar sin poder moverse ni un ápice.

Al observar tal inquietante escena el padre tuvo una chispa repentina de reacción. No podía permitir que le pasara nada a su hijo. Su instinto animal, el cual tenía muy desarrollado, le indicó que era el momento de actuar. Ahora o nunca. Sin tiempo que perder cogió un palo grueso apoyado en la pared que había traído consigo, y, aprovechando que estaba de espaldas, se lanzó corriendo hacia el misterioso ser con toda la potencia que pudo. Este no opuso resistencia, ni siquiera tuvo tiempo de volver a girarse. Cayó al suelo de cara, mientras el crío se apartaba de la escena, con un fuerte ruido al impactar en él. El troglodita empezó a golpear brutalmente a su adversario con la estaca, notando que aquella entidad era más débil y blanda de lo que parecía en un principio, mientras esta emitía extraños sonidos que iban en aumento conforme recibía más impactos. Repentinamente los gritos cesaron, el cavernícola se tranquilizó al ser consciente que el monstruo podría haber perdido la vida, y observó que la cabeza se había empezado a separar del resto del cuerpo. Con la madera lo empujó para confirmar la división y, para sorpresa suya, se encontró que debajo había otra cabeza. Al estar de espaldas solo pudo observar un pelo grisáceo y la nuca, lo cual hizo que se sobresaltara. Pese al extraño color y forma del cabello, algo dentro de él le decía que aquella criatura podría ser alguien semejante a ellos. Para comprobarlo mejor giró el cuerpo que yacía en el suelo. En efecto, por la parte delantera de aquella segunda cabeza parecía claro que era un ser muy parecido a ellos. Dos ojos azules abiertos de par en par dejaban evidente la ausencia de vida. Tanto por la boca, también abierta, como en varios cortes de la cara, surgía un fluido rojo que el cavernario reconoció. Era el mismo líquido que también les salía a ellos cuando sufrían alguna herida.

Poco a poco el troglodita empezó a estudiar aquel hombre que ya no le asustaba. Observó que la parte blanca del exterior era una especie de protección para lo que realmente era su cuerpo, el cual lucía atuendos en colores más llamativos. La parte que había protegido la cabeza, y que estaba ya separada del resto del individuo, constaba de una zona delantera más débil, la cual se había roto al impactar contra el suelo. En el traje exterior le llamó la atención una especie de mancha redonda de color azul cercana al brazo izquierdo. Se la quedó mirando muy de cerca. Le atraía sobre todo porque, dentro de ella, había impresos una serie de símbolos blancos que no supo descifrar. Debajo, y con menor tamaño, había muchos más misteriosos signos, en una misma línea, esta vez de color negro.

Decidió dibujar la extraordinaria escena de lo sucedido en la pared, copiando lo mejor que podía aquellas extrañas y desconocidas formas que tanto le habían impresionado.

Miles de años después el trabajo del hombre de la cueva seguía impreso en el mismo lugar. Junto a las típicas escenas de caza, arqueólogos del siglo veintiuno, hallaron algo que les dejó helados. No fue el dibujo de una especie de astronauta lo que más les impresionó, ni siquiera la palabra Nasa. Más bien la frase que pudieron deducir bajo ella. “Comandante Hamilton en misión del primer viaje en el tiempo”, decía.

jueves, 7 de abril de 2011

El hallazgo

La enorme sala estaba repleta. Más de quinientos periodistas acreditados procedentes de todo el mundo abarrotaban el lugar. Fuera, en las calles de Washington DC, el diluvio era intenso.

Teléfonos móviles, murmullos, bostezos y nervios impregnaban el ambiente. La espera era larga. La expectación máxima.

Pocas veces el mundo científico había estado tan en el centro de la actualidad global. Dos días atrás se había anunciado el hallazgo de un acontecimiento que cambiaría la historia de la humanidad, pero no se habían dado a conocer los detalles. La comunidad científica lo había filtrado a conciencia porque para ellos era necesario que el mundo conociese la verdad. Pero las autoridades les pararon los pies. Después de horas y horas ininterrumpidas de reuniones con los presidentes de estado más importantes del planeta, decidieron hacer público el descubrimiento al resto de la humanidad.

Durante aquellas cuarenta y ocho horas el mundo entero no habló de otra cosa. Los medios de comunicación informaban al detalle de las reuniones, lo cual implicó el conocimiento de la magnitud de aquel acontecimiento. Y no solo eso. Pasadas diez horas del anuncio se declaró el estado de alarma mundial. Los gobiernos habían sido informados. Todos los ejércitos del mundo se prepararon para algo desconocido hasta la fecha. Los países más radicales militarizaron las calles. Los más democráticos prepararon a sus ciudadanos. Nunca en la historia se le había dado tanta importancia a una noticia que todavía no se había producido.

¿Guerra mundial? ¿Ataques terroristas? ¿Meteoritos? Miles eran las suposiciones. Considerando que los científicos estaban en el centro de la cuestión y que todo ser humano estaba afectado por igual (era lo único que había trascendido hasta ese momento), muchas de las hipótesis quedaban descartadas. Pero pocos sabían un ápice de lo que realmente estaba sucediendo.

Hora y media más tarde de lo previsto, debido a nuevas reuniones, entraron en la sala varios agentes de policía custodiando a los científicos reunidos y a los mandatarios que estaban con ellos. Los flashes fotográficos empezaron a dispararse. Las cámaras de televisión apuntaron hacia los protagonistas. La tensión iba en aumento. Sus caras eran un poema. Serias, con un punto de tristeza. Los presidentes de estado se sentaron en la primera fila de las butacas, mientras que cuatro científicos subieron a la mesa, donde el mismo número de micrófonos y sillas les estaban esperando.

En el centro se situaron una mujer delgada, que no aparentaba más de cuarenta años, y a su izquierda un hombre de pelo castaño con camisa blanca, que superaba en edad a la mujer. En los extremos de la mesa dos hombres con traje. El de la derecha con canas, escaso cabello, arrugado y con papada. Se veía el mayor de todos. El de la izquierda era un hombre calvo, delgado y con gafas redondas.

La mujer se postulaba para hablar inclinando el flexo del micrófono hacia su boca. Parecía no haber dormido en mucho tiempo. Sus ojos negros enrojecidos indicaban cansancio. El temblor de manos delataba nervios. Su rostro, triste. Vestía un jersey blanco de cuello alto. Su melena negra estaba recogida en una coleta. Cogió la botella de agua de medio litro preparada para cada uno de los miembros de la mesa. Se rellenó el vaso. Bebió.

-Buenas tardes -su voz sonaba temblorosa-. Mi nombre es Anne Lewis -los flashes volvían a hacer su aparición masivamente-. Soy doctorada en ciencias físicas por la universidad de Harvard. A mi derecha tengo el rector de la universidad, el señor Harold Bent. En el otro extremo está Duncan Pallister, jefe de la comisión científica del gobierno americano. Y el hombre que tengo a mi izquierda se llama Jeremy Ruderfoth. Ha sido mi compañero de investigación en este largo viaje. Pero sin más dilación les paso a explicar nuestro descubrimiento.

Silencio en la sala y en el mundo entero. Todo el planeta estaba pendiente de los medios de comunicación que informaban sobre la rueda de prensa.

-Desde hace muchos años venimos estudiando la realidad que nos envuelve en muchos aspectos. Uno de ellos es la relación de la materia con el cerebro humano, o lo que es lo mismo, los estados de la mente con los estados físicos. Es a lo que llamamos “filosofía de la mente”. Sabemos que las imágenes que proyectan nuestros pensamientos o nuestros sueños se conciben en la misma zona del cerebro que las que vemos con los ojos. A partir de ahí empezamos a estudiar la manera de poder visualizar el entorno en el que estamos sin mediación de nuestros sentidos para averiguar en qué medida las imágenes externas que recibimos están ahí.

Silencio absoluto en la sala. Nadie entendía qué era lo que la doctora intentaba explicar.

-Hace poco más de dos años -prosiguió- empezamos a desarrollar un mecanismo capaz de algo parecido. La intención era comprobar si lo que vemos a través de nuestros ojos existe materialmente como creemos.

-Sabíamos que era una locura -intervino el doctor Ruderforth-, pero había indicios que nos guiaban hacia esa investigación. Teníamos que intentarlo. El aparato traducía las señales visuales externas para que la mente humana las pudiera ver tal y como son realmente. Durante los primeros meses pensábamos que no funcionaba bien, ya que en la pantalla no aparecía nada. Pero después de mucho investigar nos dimos cuenta de que estaba funcionando a la perfección desde el principio, lo cual nos dejó atónitos…

Las caras de confusión eran evidentes entre la multitud, más bien por no entender aquello que los científicos intentaban explicar. La doctora captó el desconcierto e intentó poner remedio.

-Lo que queremos explicar es que hemos demostrado científicamente que el mundo material que nos rodea no es tal, sino más bien fruto de algún tipo de mente colectiva que por el momento desconocemos, lo cual supone el hallazgo más importantes de la historia de la humanidad, ya que cambia por completo toda la percepción del mundo y de la vida que teníamos hasta el momento.

Silencio sepulcral. La respiración en aquel lugar cerrado se contuvo, y de allí se extendió vía satélite al mundo entero.

-Esto conlleva replantearnos todo lo conocido hasta el momento, -dijo el doctor Ruderforth-, nuestra existencia, nuestro origen, el concepto del más allá…

En la estancia no solo había periodistas y mandatarios. Un amplio grupo de científicos de todo el mundo habían sido invitados a aquel evento. Laurent Dupont, procedente de Francia y uno de los investigadores del cerebro humano más veteranos y prestigiosos de toda Europa, se levantó inquieto de su asiento en la tercera fila.

-Disculpen señores, pero lo que están proponiendo no tiene ningún sentido. El cerebro humano es extremadamente complejo, pero aún así no es capaz de crear algo tan grande como el mundo que vemos en el día a día, más bien al contrario, sin ese mundo sería incapaz de existir. Y sé de lo que hablo porque he dedicado todos los estudios de mi vida a él, sé perfectamente cómo funciona.

Duncan Pallister pulsó el botón de su micrófono para responder al especialista francés.

-Señor Dupont, permítame aclararle que si el gobierno de los Estados Unidos apoya tal teoría es porque hemos trabajado conjuntamente con ellos y hay pruebas más que suficientes para demostrarles a todos ustedes que es cierto lo que cuentan la doctora Lewis y el doctor Ruderforth. Lo que aquí se explica es un hecho que el mundo ha de conocer porque la ciencia tiene como fin esclarecer la verdad, y que esa verdad sea difundida.

-Laurent tiene razón -aclaró la doctora Lewis-. El cerebro humano no es lo suficientemente potente para crear una cosa así. Por eso teorizamos sobre “algo” que está por encima nuestro, una mente global y unificada que nos permite ser algo más de lo que realmente somos. Doctor Dupont -dijo dirigiéndose al francés-, sabemos que usted es un experto en el cerebro humano, pero lo que no ha estudiado nunca, y de lo que nosotros estamos hablando, es precisamente de todo lo contrario… lo que hay fuera de ese cerebro.

-Creo que están cometiendo un grave error -manifestó el señor Dupont-, lo único que van a conseguir es promover el caos en todo el globo terráqueo. Sea como sea, si van a afirmar tal barbaridad, deberían enseñar pruebas. En ello también se basa la ciencia.

Los cuatro protagonistas situados detrás de la mesa de conferencias se miraron entre ellos. Parecía que tenían algo con lo cual poder demostrar su teoría. Ruderforth intervino.

-Queríamos esperar un tiempo a que la gente asimilara la noticia para mostrar una prueba, ya que entendemos que puede impactar seriamente a quien la vea.

-En principio hay que aclarar -dijo la doctora Lewis- que cualquier tipo de ser vivo no humano, es decir, animales, plantas, etc., no son una creación material de la mente colectiva de la que hablamos, sino que ellos también forman parte de ella. Con lo cual hemos podido experimentar con ellos.

-Una de las claves de lo que estamos explicando -continuó Ruderforth- es que nosotros experimentamos la materia a través de impulsos eléctricos que el cerebro nos envía. Si yo, por ejemplo, le pego un golpe a esta mesa -el doctor hizo impactar la palma de su mano con la parte superior de la mesa emitiendo un sonoro ruido-, el cerebro envía un impulso directamente a mi mano para hacerme creer que he chocado con algo, pero en realidad no es así. En cambio, si simplemente apoyo mi mano, ese impulso lo que está haciendo es impedir que mi mano pueda descender más y me transmite el tacto que tiene el material que me hace creer que estoy tocando. Todo esto es una explicación muy simple de algo sumamente complejo, pero es una forma sencilla de entenderlo.

Intensos murmullos hicieron su aparición entre los asistentes, los cuales se podían interpretar como incredulidad absoluta sobre lo que allí se estaba explicando. Parecía que la mayoría de los presentes estuviera deseando tildar al conferenciante de chiflado.

Ruderforth y Lewis se dijeron algo al oído. A continuación ambos hicieron un gesto de aprobación a un hombre situado cerca de la puerta principal. Este salió de la sala. Pocos instantes después entró con un cocker marrón. El perro tenía la mirada perdida, parecía desorientado. En la multitud sonó una severa exclamación. La doctora Lewis tomó la palabra.

-Les presento a Rufo. Es la prueba más importante que tenemos. A Rufo le hemos desactivado algunos impulsos cerebrales de los que el doctor les ha hablado. No podíamos quitarle todos porque habría fallecido. Lo que van a ver a continuación no es ningún tipo de truco.

Anne Lewis se levantó de la mesa y se dirigió al extremo más cercano a la puerta, donde se había colocado el hombre con el perro. Cogió la correa mientras los otros tres conferenciantes se levantaban, y lo colocó cerca de una esquina de la mesa. La doctora avanzó paralelamente a la pared del fondo con el can, el cual parecía que iba a chocar con la mesa. Pero no fue así. Ante el asombro de los presentes, Rufo recorrió la parte externa de la mesa con medio cuerpo fuera de ella y el otro medio dentro. Era como ver un efecto especial de una película en vivo. Entre los presentes se escucharon gritos de espanto y de horror. El perro finalizó su estremecedor recorrido llegando al final de la mesa. En ese instante todos fueron conscientes del hallazgo. El silencio que hubo a continuación desvelaba el pánico que impregnaba en el lugar. En los siguientes minutos varias personas se desmayaron. Otras palidecieron. Algunas televisiones cortaron la transmisión. Quizá nadie estaba preparado para aquello.

Tras el histórico hallazgo la ciencia se centró en él casi al completo, con lo que se consiguió resolver muchas cuestiones impensables hasta entonces. La muerte dejó de ser tal, pasó a llamarse desconexión. Nadie dejaba de existir si formaba parte de un conjunto mental superior. Pero el hombre se preguntaba incesantemente sobre su nueva y desconocida situación en el universo material. Se iniciaba así una nueva era de la historia de la humanidad.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Sin número

Desde el primer día que entré a trabajar en aquella oficina, y llevaba ya casi un año, me había preguntado por qué en el ascensor había un botón sin número. El edificio, situado en la avenida Madison de Nueva York, constaba de un total de veinte plantas y cada una de ellas estaba representada en el panel interior del ascensor por un botón circular de color gris, con el número correspondiente a la planta en relieve, y su transcripción en braille debajo. Formaban dos columnas, en la izquierda los impares y en la derecha los pares. También hacían pareja en la parte inferior el de la planta cero y la planta baja, así como los dos que indicaban la apertura o el cierre manual de las puertas. Pero encima de todos ellos, formando en la columna de los impares, había un botón vacío, sin número, sin nada. Ni tenía pareja en el lado opuesto. No cuadraba con la armonía del resto del panel.

A menudo, mientras subía por el ascensor hasta la décima planta, donde se ubicaba mi oficina, sentía curiosidad por aquel botón. Será un fallo de fabricación, pensaba muchas veces. Quizá antes había un ático allí, pensaba otras. Un día, bajando a la hora de comer con unos compañeros, decidí preguntarlo. Ellos llevaban en las oficinas más tiempo que yo y podía ser que conociesen la historia.

-Diría que antiguamente era el botón de la alarma, antes de que pusieran este interfono -me dijo James.

Esa respuesta me convenció. Era lógico que, una vez instalado el nuevo sistema de alarma, eliminaran el botón que quedaba inservible de la anterior. Pero James tampoco lo podía saber seguro, porque, a pesar de que llevaba más de veinte años en la empresa, hacía tan solo tres que se habían trasladado a las nuevas oficinas.

Realmente era algo que no me había preocupado en exceso. Era un detalle demasiado banal como para perder el valioso tiempo de mis pensamientos en ello, pero mientras estabas en el ascensor tampoco había mucho que hacer, y después de un año ya conoces los detalles de ese cubículo de sobras.

Pero llegó el día en que sucedió algo inexplicable. Muchas veces subíamos hasta la planta decimoséptima porque allí se ubicaba una empresa que era cliente nuestro. Aquel día me tocó subir a mí para entregarles unos cheques del New Bank USA. Como siempre, subí al ascensor. En él no había nadie. Debido a que estaba observando una parte de aquel impreso, le di el botón que indicaba la planta diecisiete casi sin mirar. Me equivoqué. Sin darme cuenta pulsé el botón sin número. Este se iluminó, como cualquier otro cuando lo marcabas, y el ascensor inició su ascenso…

Fueron unos segundos intensos, incluso emocionantes, diría yo. Nunca había imaginado que ese botón funcionaría, aunque tampoco había intentado pulsarlo.

El ascensor se detuvo y emitió un suave pitido para indicar que había llegado al destino solicitado. Las puertas automáticas se abrieron y ante mí apareció una amplia oficina llena de actividad y de gente. El espacio era abierto interiormente, pero sin una sola ventana. Un par de despachos destacaban en la zona izquierda, el resto eran escritorios colocados de lado desde donde yo los veía. Había trabajadores de pie, otros sentados en su escritorio, algunos en grupo sujetando papeles y hablando con el resto. Varias cosas llamaron poderosamente mi atención. Las ropas que llevaban tanto hombres como mujeres eran muy extrañas, así como sus peinados. Parecían todos sacados de una película muy antigua. Había gente fumando siendo que estaba totalmente prohibido desde hacía tiempo en espacios cerrados. No había ni un solo ordenador en ninguno de los escritorios, pero sí que vi varias máquinas de escribir.

Se oía mucho alboroto de gente hablado, ruido de papeles, máquinas de escribir, timbres clásicos de teléfonos. Me pregunté si estaban celebrando algún tipo de acto conmemorativo de otra época.

Avancé un par de pasos. Detrás de mí oí como el ascensor se cerraba. Nadie parecía haber visto mi aparición. A mi derecha había una mesa con un cartel pegado al lateral que indicaba: “Cartas de los lectores”. Estaba repleta de papeles mecanografiados y ordenados. Cogí uno. En la cabecera de la hoja me fijé en la fecha, dieciséis de noviembre de mil novecientos cincuenta y cuatro. Si era algún tipo de recreación de otra época se habían trabajado muy bien los detalles.

Finalmente una chica joven, de unos veinte años, se acercó a mí. Sus ojos claros rezumaban inocencia. Su pelo rubio recogido en una coleta y sus rosadas mejillas le daban un toque dulce y angelical. Llevaba puesta una falda roja, muy apretada en su estrecha cintura, que le llegaba hasta las rodillas. Por dentro de ella una camisa blanca impoluta.

-Buenos días. Mi nombre es Margaret, ¿es usted el inspector que estábamos esperando? -me dijo.

No me dio ni tiempo a responder, Margaret en seguida me cogió del brazo, se dirigió hacia la zona izquierda, y me llevó hasta un lugar desocupado, sentándome en una silla situada en un rincón de aquel extraño lugar.

-Disculpe señorita, yo no… -ella se alejó sin hacerme caso y me dejó allí sentado. Ciertamente estaba confuso y mi voz sonó muy débil.

Continué observando atónito la escena desde mi nueva ubicación. Esta vez me fijé en un cartel grande situado en la zona central de la pared del fondo que ponía The New York Express, con una tipografía de estilo retro. Justo a mi derecha se apilaban varios periódicos. Cogí uno. Se llamaba The New York Express. ¿Me encontraba en la redacción de un diario o en una representación de ella? Todos tenían fecha de noviembre del cincuenta y cuatro. ¿Qué clase de diario publica con fecha de los años cincuenta en el siglo XXI? Ninguno que yo sepa. Sentía mucha curiosidad por saber qué era lo que hacían allí.

Me levanté de la silla y me acerqué al trabajador que se encontraba más cercano a mi posición. Era un hombre entrado en canas, delgado y algo arrugado, tendría unos cincuenta años. Estaba sentado en su escritorio y escribía a lápiz sobre unas hojas.

-Disculpe señor -le dije-, no quisiera molestarle, ¿le podría hacer una pregunta?

El hombre giró su cara hacia mí y sus serios ojos se posaron en los míos.

-¿Quién es usted? Y por el amor de dios, ¿qué clase de ropa es esa? -dijo el hombre.

La segunda pregunta me dejó helado. Tuve la impresión de que la pose de ese señor era cierta, que realmente le extrañaba mi vestimenta. Aquel día yo iba bastante informal, con unos tejanos, unas Nike y una camiseta negra con el logo centrado de la Iniciativa Dharma en blanco. La única persona que sabía seguro que había tenido contacto visual conmigo, Margaret, no me había dicho nada sobre ello. Quizá no se había atrevido si de verdad pensaba que era algún tipo de inspector.

-Solo quería preguntarle qué trabajo realizan aquí -comenté inocentemente-.

-¿Qué clase de pregunta es esa? -el hombre no tenía muy buen humor- ¿Qué cree que se hace en la redacción de un periódico, pintar cuadros? Oiga joven, no sé de qué clase de manicomio ha salido usted, pero yo tengo mucha faena por hacer, así que espero que no me moleste más.

Después de la severa reprimenda oí una risa forzada a mis espaldas.

-Tendrá que disculpar al señor Dawson -me giré y vi un hombre medio calvo, rechoncho y con gafas que se dirigía hacia mí-, hoy está muy atareado. Buenos días. Mi nombre es Marcus Phillips y soy el director de The New York Express -alargó la mano con la intención de estrechármela, y así lo hizo-. Pase a mi despacho, por favor.

El supuesto director acompañaba a la estética del lugar. Lucía una camisa blanca y unos tirantes rojos dignos del mismísimo Steve Urkel. Fumaba un puro.

Nos dirigimos hacia uno de los dos despachos que había en aquel lugar. Estaban situados en la zona izquierda de la pared del fondo, enfrente de donde había estado sentado instantes antes. Pasamos por delante de varios trabajadores. Noté que me miraban extrañados y cuchicheaban entre ellos. Entramos en el que estaba pegado a la pared.

El despacho tenía un escritorio de madera oscura colocado enfrente de la puerta. Varios papeles y diarios estaban distribuidos encima. En las paredes había algunos recortes de noticias enmarcados. Me fijé en uno de ellos. “Eisenhower es elegido presidente”, rezaba. Un calendario de papel situado en la pared de la derecha indicaba el tres de diciembre de mil novecientos cincuenta y cuatro.

El tal señor Phillips pasó por detrás de su escritorio y se sentó. Delante de él había una silla también de madera de color caoba. Me indicó con un gesto que me sentara.

-Disculpe la impertinencia de Dawson -dijo el señor Phillips-. Es un buen hombre pero en ocasiones demasiado severo. Aunque no le voy a engañar, a mí también me sorprende su forma de vestir -hizo una breve pausa-. Es usted un hombre muy callado, caballero. Todavía no me ha dicho ni su nombre.

-Verá, señor Phillips -respondí-, creo que ha habido un malentendido.

-¿Malentendido? ¿Qué clase de malentendido? Oiga, en este diario pagamos los impuestos al día. No entiendo porqué cada dos por tres tiene que venir un inspector del gobierno para censurarnos algunos artículos.

-Disculpe, es que estoy un poco confuso, parece todo tan real -el hombre frunció el ceño al escuchar aquellas palabras-.

-¿Real? ¿Pero de qué me está hablando? -el señor Phillips parecía empezar a enfadarse-.

-Ya sabe, todo esto que tienen montado. ¿Son actores o algo por el estilo?

-¿Me toma usted por un chiflado? ¿Es usted el inspector del gobierno o no? -preguntó aquel hombre en un tono nada amistoso-.

-No señor -dije algo acobardado-, trabajo en una de las plantas de abajo. He subido aquí por accidente.

-Entonces ya puede largarse y dejar de hacerme perder el tiempo.

-¿Pero no me va a explicar porqué lo tienen todo montado como si fueran los años cincuenta? -dije en un último intento por satisfacer mi curiosidad-.

La cara de aquel hombre, ya de por sí seria, se contrajo al máximo y quedó durante unos segundos petrificada mirándome fijamente a los ojos. A continuación se levantó de su silla, salió de su despacho y volvió poco después con dos hombres altos que me cogieron de los brazos y me sacaron de allí.

-Lleváoslo, este hombre debe de tener algún tipo de problema mental.

Fueron las últimas palabras que le oí decir al señor Phillips mientras ya caminaba de espaldas a él sujetado por aquellos dos hombres. Me soltaron en el pasillo donde me había recogido Margaret, cerca del ascensor. Me comentaron que me largara en seguida si no quería meterme en problemas.

Situado ante el ascensor me di cuenta de algo en lo que no me había fijado antes, las puertas eran de madera. Aquel detalle fue el que me hizo abrir los ojos. Era ya demasiado extraño que construyeran unas puertas especiales para recrear un escenario de los años cincuenta. ¿Entonces, qué estaba pasando? Decidí averiguarlo.

Me monté nuevamente en el ascensor y bajé directamente a mi planta sin acordarme del recado para el cual me había subido al ascensor. Ni siquiera me había dado cuenta de que ya no llevaba los cheques.

Una vez en mi oficina hablé con varios de mis compañeros sobre lo sucedido. Ellos no daban crédito y pensaban que me lo estaba inventando todo.

-Una vez pulsé ese botón y no funcionaba -dijo el siempre impertinente de Steve-.

Les invité a que me acompañaran y lo comprobaran. Debido a mi insistencia y mi estado de inquietud así lo hicieron tres de ellos. Subimos al ascensor, pulsamos el botón sin número… pero no funcionaba.

-Ya te lo dije -comentó Steve-. No sé por qué nos has contado esa absurda historia.

-Os juro que es cierto -dije en tono desesperado-.

Mis compañeros volvieron a sus puestos de trabajo y yo me quedé abatido. Pero no me rendí. Subí hasta la planta veinte y me acerqué a la zona de las escaleras. No hubo suerte. Los peldaños terminaban allí.

Se me ocurrió otra idea. Buscar información sobre The New York Express. Descendí nuevamente hasta mi oficina. Me senté en mi escritorio. Mi ordenador estaba encendido con el salvapantallas activado. Moví el ratón para desactivarlo. Abrí el navegador de Internet. Mi página de inicio era la del buscador Google. Allí escribí “The New York Express”, y pulsé al botón de buscar. No parecía que el diario tuviese página web, pero en una de las entradas leí un titular que me dejó petrificado. Provenía de la hemeroteca digital del New York Times. Cliqué en ella y empecé a leer. Mi corazón se desbocó, no podía ser cierto aquello que estaba leyendo. Empecé a temblar. Todo encajaba. Me sentí aterrado…

New York Times, 5 de diciembre de 1954

Incendio en The New York Express

El pasado día tres de diciembre se produjo un incendio en la redacción del diario The New York Express que causó el fallecimiento de todos los trabajadores que allí se encontraban, la mayoría por asfixia. No hubo ningún superviviente. La policía local está investigando la causa del incendio.

Paralelamente también se investiga si en el momento del incendio había algún niño en la planta, debido a que se han encontrado unos cheques que se deducen de algún tipo de juego, ya que aparece impreso un banco imaginario, el New Bank USA, y están fechados en el año dos mil diez.