domingo, 26 de diciembre de 2010

Sin número

Desde el primer día que entré a trabajar en aquella oficina, y llevaba ya casi un año, me había preguntado por qué en el ascensor había un botón sin número. El edificio, situado en la avenida Madison de Nueva York, constaba de un total de veinte plantas y cada una de ellas estaba representada en el panel interior del ascensor por un botón circular de color gris, con el número correspondiente a la planta en relieve, y su transcripción en braille debajo. Formaban dos columnas, en la izquierda los impares y en la derecha los pares. También hacían pareja en la parte inferior el de la planta cero y la planta baja, así como los dos que indicaban la apertura o el cierre manual de las puertas. Pero encima de todos ellos, formando en la columna de los impares, había un botón vacío, sin número, sin nada. Ni tenía pareja en el lado opuesto. No cuadraba con la armonía del resto del panel.

A menudo, mientras subía por el ascensor hasta la décima planta, donde se ubicaba mi oficina, sentía curiosidad por aquel botón. Será un fallo de fabricación, pensaba muchas veces. Quizá antes había un ático allí, pensaba otras. Un día, bajando a la hora de comer con unos compañeros, decidí preguntarlo. Ellos llevaban en las oficinas más tiempo que yo y podía ser que conociesen la historia.

-Diría que antiguamente era el botón de la alarma, antes de que pusieran este interfono -me dijo James.

Esa respuesta me convenció. Era lógico que, una vez instalado el nuevo sistema de alarma, eliminaran el botón que quedaba inservible de la anterior. Pero James tampoco lo podía saber seguro, porque, a pesar de que llevaba más de veinte años en la empresa, hacía tan solo tres que se habían trasladado a las nuevas oficinas.

Realmente era algo que no me había preocupado en exceso. Era un detalle demasiado banal como para perder el valioso tiempo de mis pensamientos en ello, pero mientras estabas en el ascensor tampoco había mucho que hacer, y después de un año ya conoces los detalles de ese cubículo de sobras.

Pero llegó el día en que sucedió algo inexplicable. Muchas veces subíamos hasta la planta decimoséptima porque allí se ubicaba una empresa que era cliente nuestro. Aquel día me tocó subir a mí para entregarles unos cheques del New Bank USA. Como siempre, subí al ascensor. En él no había nadie. Debido a que estaba observando una parte de aquel impreso, le di el botón que indicaba la planta diecisiete casi sin mirar. Me equivoqué. Sin darme cuenta pulsé el botón sin número. Este se iluminó, como cualquier otro cuando lo marcabas, y el ascensor inició su ascenso…

Fueron unos segundos intensos, incluso emocionantes, diría yo. Nunca había imaginado que ese botón funcionaría, aunque tampoco había intentado pulsarlo.

El ascensor se detuvo y emitió un suave pitido para indicar que había llegado al destino solicitado. Las puertas automáticas se abrieron y ante mí apareció una amplia oficina llena de actividad y de gente. El espacio era abierto interiormente, pero sin una sola ventana. Un par de despachos destacaban en la zona izquierda, el resto eran escritorios colocados de lado desde donde yo los veía. Había trabajadores de pie, otros sentados en su escritorio, algunos en grupo sujetando papeles y hablando con el resto. Varias cosas llamaron poderosamente mi atención. Las ropas que llevaban tanto hombres como mujeres eran muy extrañas, así como sus peinados. Parecían todos sacados de una película muy antigua. Había gente fumando siendo que estaba totalmente prohibido desde hacía tiempo en espacios cerrados. No había ni un solo ordenador en ninguno de los escritorios, pero sí que vi varias máquinas de escribir.

Se oía mucho alboroto de gente hablado, ruido de papeles, máquinas de escribir, timbres clásicos de teléfonos. Me pregunté si estaban celebrando algún tipo de acto conmemorativo de otra época.

Avancé un par de pasos. Detrás de mí oí como el ascensor se cerraba. Nadie parecía haber visto mi aparición. A mi derecha había una mesa con un cartel pegado al lateral que indicaba: “Cartas de los lectores”. Estaba repleta de papeles mecanografiados y ordenados. Cogí uno. En la cabecera de la hoja me fijé en la fecha, dieciséis de noviembre de mil novecientos cincuenta y cuatro. Si era algún tipo de recreación de otra época se habían trabajado muy bien los detalles.

Finalmente una chica joven, de unos veinte años, se acercó a mí. Sus ojos claros rezumaban inocencia. Su pelo rubio recogido en una coleta y sus rosadas mejillas le daban un toque dulce y angelical. Llevaba puesta una falda roja, muy apretada en su estrecha cintura, que le llegaba hasta las rodillas. Por dentro de ella una camisa blanca impoluta.

-Buenos días. Mi nombre es Margaret, ¿es usted el inspector que estábamos esperando? -me dijo.

No me dio ni tiempo a responder, Margaret en seguida me cogió del brazo, se dirigió hacia la zona izquierda, y me llevó hasta un lugar desocupado, sentándome en una silla situada en un rincón de aquel extraño lugar.

-Disculpe señorita, yo no… -ella se alejó sin hacerme caso y me dejó allí sentado. Ciertamente estaba confuso y mi voz sonó muy débil.

Continué observando atónito la escena desde mi nueva ubicación. Esta vez me fijé en un cartel grande situado en la zona central de la pared del fondo que ponía The New York Express, con una tipografía de estilo retro. Justo a mi derecha se apilaban varios periódicos. Cogí uno. Se llamaba The New York Express. ¿Me encontraba en la redacción de un diario o en una representación de ella? Todos tenían fecha de noviembre del cincuenta y cuatro. ¿Qué clase de diario publica con fecha de los años cincuenta en el siglo XXI? Ninguno que yo sepa. Sentía mucha curiosidad por saber qué era lo que hacían allí.

Me levanté de la silla y me acerqué al trabajador que se encontraba más cercano a mi posición. Era un hombre entrado en canas, delgado y algo arrugado, tendría unos cincuenta años. Estaba sentado en su escritorio y escribía a lápiz sobre unas hojas.

-Disculpe señor -le dije-, no quisiera molestarle, ¿le podría hacer una pregunta?

El hombre giró su cara hacia mí y sus serios ojos se posaron en los míos.

-¿Quién es usted? Y por el amor de dios, ¿qué clase de ropa es esa? -dijo el hombre.

La segunda pregunta me dejó helado. Tuve la impresión de que la pose de ese señor era cierta, que realmente le extrañaba mi vestimenta. Aquel día yo iba bastante informal, con unos tejanos, unas Nike y una camiseta negra con el logo centrado de la Iniciativa Dharma en blanco. La única persona que sabía seguro que había tenido contacto visual conmigo, Margaret, no me había dicho nada sobre ello. Quizá no se había atrevido si de verdad pensaba que era algún tipo de inspector.

-Solo quería preguntarle qué trabajo realizan aquí -comenté inocentemente-.

-¿Qué clase de pregunta es esa? -el hombre no tenía muy buen humor- ¿Qué cree que se hace en la redacción de un periódico, pintar cuadros? Oiga joven, no sé de qué clase de manicomio ha salido usted, pero yo tengo mucha faena por hacer, así que espero que no me moleste más.

Después de la severa reprimenda oí una risa forzada a mis espaldas.

-Tendrá que disculpar al señor Dawson -me giré y vi un hombre medio calvo, rechoncho y con gafas que se dirigía hacia mí-, hoy está muy atareado. Buenos días. Mi nombre es Marcus Phillips y soy el director de The New York Express -alargó la mano con la intención de estrechármela, y así lo hizo-. Pase a mi despacho, por favor.

El supuesto director acompañaba a la estética del lugar. Lucía una camisa blanca y unos tirantes rojos dignos del mismísimo Steve Urkel. Fumaba un puro.

Nos dirigimos hacia uno de los dos despachos que había en aquel lugar. Estaban situados en la zona izquierda de la pared del fondo, enfrente de donde había estado sentado instantes antes. Pasamos por delante de varios trabajadores. Noté que me miraban extrañados y cuchicheaban entre ellos. Entramos en el que estaba pegado a la pared.

El despacho tenía un escritorio de madera oscura colocado enfrente de la puerta. Varios papeles y diarios estaban distribuidos encima. En las paredes había algunos recortes de noticias enmarcados. Me fijé en uno de ellos. “Eisenhower es elegido presidente”, rezaba. Un calendario de papel situado en la pared de la derecha indicaba el tres de diciembre de mil novecientos cincuenta y cuatro.

El tal señor Phillips pasó por detrás de su escritorio y se sentó. Delante de él había una silla también de madera de color caoba. Me indicó con un gesto que me sentara.

-Disculpe la impertinencia de Dawson -dijo el señor Phillips-. Es un buen hombre pero en ocasiones demasiado severo. Aunque no le voy a engañar, a mí también me sorprende su forma de vestir -hizo una breve pausa-. Es usted un hombre muy callado, caballero. Todavía no me ha dicho ni su nombre.

-Verá, señor Phillips -respondí-, creo que ha habido un malentendido.

-¿Malentendido? ¿Qué clase de malentendido? Oiga, en este diario pagamos los impuestos al día. No entiendo porqué cada dos por tres tiene que venir un inspector del gobierno para censurarnos algunos artículos.

-Disculpe, es que estoy un poco confuso, parece todo tan real -el hombre frunció el ceño al escuchar aquellas palabras-.

-¿Real? ¿Pero de qué me está hablando? -el señor Phillips parecía empezar a enfadarse-.

-Ya sabe, todo esto que tienen montado. ¿Son actores o algo por el estilo?

-¿Me toma usted por un chiflado? ¿Es usted el inspector del gobierno o no? -preguntó aquel hombre en un tono nada amistoso-.

-No señor -dije algo acobardado-, trabajo en una de las plantas de abajo. He subido aquí por accidente.

-Entonces ya puede largarse y dejar de hacerme perder el tiempo.

-¿Pero no me va a explicar porqué lo tienen todo montado como si fueran los años cincuenta? -dije en un último intento por satisfacer mi curiosidad-.

La cara de aquel hombre, ya de por sí seria, se contrajo al máximo y quedó durante unos segundos petrificada mirándome fijamente a los ojos. A continuación se levantó de su silla, salió de su despacho y volvió poco después con dos hombres altos que me cogieron de los brazos y me sacaron de allí.

-Lleváoslo, este hombre debe de tener algún tipo de problema mental.

Fueron las últimas palabras que le oí decir al señor Phillips mientras ya caminaba de espaldas a él sujetado por aquellos dos hombres. Me soltaron en el pasillo donde me había recogido Margaret, cerca del ascensor. Me comentaron que me largara en seguida si no quería meterme en problemas.

Situado ante el ascensor me di cuenta de algo en lo que no me había fijado antes, las puertas eran de madera. Aquel detalle fue el que me hizo abrir los ojos. Era ya demasiado extraño que construyeran unas puertas especiales para recrear un escenario de los años cincuenta. ¿Entonces, qué estaba pasando? Decidí averiguarlo.

Me monté nuevamente en el ascensor y bajé directamente a mi planta sin acordarme del recado para el cual me había subido al ascensor. Ni siquiera me había dado cuenta de que ya no llevaba los cheques.

Una vez en mi oficina hablé con varios de mis compañeros sobre lo sucedido. Ellos no daban crédito y pensaban que me lo estaba inventando todo.

-Una vez pulsé ese botón y no funcionaba -dijo el siempre impertinente de Steve-.

Les invité a que me acompañaran y lo comprobaran. Debido a mi insistencia y mi estado de inquietud así lo hicieron tres de ellos. Subimos al ascensor, pulsamos el botón sin número… pero no funcionaba.

-Ya te lo dije -comentó Steve-. No sé por qué nos has contado esa absurda historia.

-Os juro que es cierto -dije en tono desesperado-.

Mis compañeros volvieron a sus puestos de trabajo y yo me quedé abatido. Pero no me rendí. Subí hasta la planta veinte y me acerqué a la zona de las escaleras. No hubo suerte. Los peldaños terminaban allí.

Se me ocurrió otra idea. Buscar información sobre The New York Express. Descendí nuevamente hasta mi oficina. Me senté en mi escritorio. Mi ordenador estaba encendido con el salvapantallas activado. Moví el ratón para desactivarlo. Abrí el navegador de Internet. Mi página de inicio era la del buscador Google. Allí escribí “The New York Express”, y pulsé al botón de buscar. No parecía que el diario tuviese página web, pero en una de las entradas leí un titular que me dejó petrificado. Provenía de la hemeroteca digital del New York Times. Cliqué en ella y empecé a leer. Mi corazón se desbocó, no podía ser cierto aquello que estaba leyendo. Empecé a temblar. Todo encajaba. Me sentí aterrado…

New York Times, 5 de diciembre de 1954

Incendio en The New York Express

El pasado día tres de diciembre se produjo un incendio en la redacción del diario The New York Express que causó el fallecimiento de todos los trabajadores que allí se encontraban, la mayoría por asfixia. No hubo ningún superviviente. La policía local está investigando la causa del incendio.

Paralelamente también se investiga si en el momento del incendio había algún niño en la planta, debido a que se han encontrado unos cheques que se deducen de algún tipo de juego, ya que aparece impreso un banco imaginario, el New Bank USA, y están fechados en el año dos mil diez.

3 comentarios:

  1. Está muy bien el relato, me enganchó. Lástima que si se murieron todos calcinados los cheques nunca habrían quedado.
    saludos!

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  2. Gracias por leerlo y por el comentario Berenice. Ya he corregido el error. Un saludo.

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  3. Me ha encantado como todos!

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